Este Corpus… no sé yo

Hay que repensar cómo celebramos la Fiesta del Corpus Christi. No me refiero a reconsiderar la verdad del cautivador misterio del Cuerpo y la Sangre de Cristo, que es nuestra Navidad más íntima de cada día. No va de eso mi propuesta, sino de recapacitar sobre si la forma en que festejamos hoy lo más grande que tenemos los creyentes despierta la fe entre quienes compartimos la sensibilidad social, histórica y teológica actual.

De entrada, hay cristianos que siguen convocando a su cita anual esas historietas fantasmagóricas sobre hostias que tienen sabor y textura de carne humana, cálices que destilan sangre, sagrarios que se resisten a ser profanados, pan consagrado que se conserva incorrupto después de siglos de existencia, o que sale volando, o que quema las manos de los blasfemos… Tengo un compañero –nos apreciamos mucho- que me pondrá verde nada más leer esto. Y no digamos si hubiera calificado tales presuntos prodigios de mamarrachadas. Por eso no lo haré.

Mi intención no es rebajar lo sagrado hasta las bajuras de la cacharrería nuestra del día a día. Lo que sería ideal es que a los creyentes en Cristo nos calara tan hondo el misterio de la Encarnación y sus consecuencias, que no echáramos en falta trucos de magia para sostener nuestra fe.

Por supuesto que yo creo que Dios puede hacer cuantos milagros quiera, pero no es su estilo. El Hijo de Dios hecho carne es el compromiso más rotundo que puede pronunciar Dios sobre la validez de todo lo verdaderamente humano. Por eso, no necesitamos que el Sacramento de la Eucaristía dispare rayos de gloria para que sea grande. Nos basta con rumiar, contemplar, disfrutar de su serena presencia. De su sonoro silencio. De su majestuosa humildad. Nos toca dejarnos llevar por el vértigo de tocar al dueño de cuanto existe. De tenerlo delante sin imponerse, llamándonos a construir un mundo nuevo. Ése es el estilo de Dios.

Aquellos lenguajes de antaño –de palabra y obra-, que tanto bien han hecho a múltiples generaciones, no pueden ser reproducidos sin más año tras año. Es preciso meditar con libertad y responsabilidad pastorales sobre ellos.

¿Ayudan las grandes escenificaciones, cargadas de oro y plata, a valorar el misterio del Cuerpo y Sangre de Cristo en su justa medida? Esa medida pasa por el tipo de presencia que Dios ha elegido para estar en la Historia. Las armas, los sitios reservados, los codazos para salir en la foto de la procesión, los protocolos civiles que ahogan la sencillez del pan partido y el vino compartido…

Son sólo preguntas. Yo no lo tengo claro. La religión no puede encerrarse entre cuatro paredes y renunciar a los espacios públicos, que pertenecen a todas las manifestaciones humanas. A la calle hay que salir, eso lo tengo claro. No estoy tan seguro de que haya que seguir saliendo como hasta ahora, sin apenas cambios esenciales a las prácticas de otros tiempos, incluso de otros siglos.

Hay algo de lo que sí veo claro. En nuestra Diócesis acertamos al congregar a la comunidad en torno a las flores que se convierten en alfombras y en arcos. Y la sal, y la tierra de colores. Todos juntos, con esfuerzo, con fraternidad. Abriendo espacios para nuestros vecinos no practicantes o lejanos. Luego, lo de los presuntos milagros eucarísticos y otras fanfarrias folclórico-festivo-protocolarias… pues no sé yo. Todo está en estudiarlo, sin prejuicios y sin miedo. Creo que ése es el nuevo aire que mueve las cortinas de la Iglesia y de la Diócesis.

@karmelojph

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