Caperucita Roja

En verano siempre sonaba la canción de rigor. La vida seguía igual y yo iba con mi madre al Guimerá a ver actuar a Julio Iglesias. No había noticias. Y tenían sentido las serpientes de verano en un tiempo monótono. Ahora hay una plaga de atentados y elecciones cada seis meses

En verano siempre sonaba la canción de rigor. La vida seguía igual y yo iba con mi madre al Guimerá a ver actuar a Julio Iglesias. No había noticias. Y tenían sentido las serpientes de verano en un tiempo monótono. Ahora hay una plaga de atentados y elecciones cada seis meses. Y todos los días hay que inventar un enemigo. En Esperando a los bárbaros (novela de imperiosa actualidad), Coetzee describe el choque de civilizaciones provocado por un imperio que se desplaza a la frontera de un pueblo, se amuralla allí donde siempre estuvo este y declara bárbaros a sus habitantes de la noche a la mañana. Pasó en Irak, al imperio le convenía. ¿Estamos en Europa recogiendo lo que sembramos en etapas anteriores de la historia? Es legítimo hacernos la pregunta. Sospecho que hay cierto efecto boomerang, pero que este fanatismo despanzurrado, a su vez, tiene raíces propias, como el nazismo se engendró en la cabeza de un loco sanguinario. Coetzee, un sudafricano blanco antiapartheid, nos da algunas pistas sobre lo que pasa y nos está pasando. Me aferro a viejas lecturas que van y vienen con la grisalla de estos días, las malas noticias y el terror de sobremesa. Así hasta regresar a Caperucita Roja, con nuestra zona de confort y el bosque peligroso donde aguarda el lobo solitario. Pero es más la versión descarnada de Perrault que la de los hermanos Grimm. No es cuento de hadas con final feliz. El adolescente alemán-iraní complica estas relecturas de verano; uno salta del Nobel sudafricano a las leyendas infantiles macabras y, sin embargo, cuando recalas en el centro comercial muniqués, te sorprende que es un lobo con cara de buena gente. Y hay que ver la que armó. Félix Rodríguez de la Fuente nos había reconciliado con los lobos, y Rudyard Kipling -y ahora el cine de nuevo- lo elevó a los altares en El libro de la Selva: la loba salva a Mowgli, el niño indefenso, lo hace su hijo, lo ama. A estos lobos solitarios que son la cólera de Europa, amén de sus madrigueras (80 muertos en Kabul pasan de soslayo), les lavan el cerebro en Internet. Leen cómo lo hizo Breivik, que hace cinco años mató a decenas de jóvenes socialistas noruegos en un campamento de verano, disfrazado de policía, en la isla de Utoya. Esta es la novela negra que se está leyendo en tiempo real. Los lobos solitarios se ríen de los muertos y han hecho cultura de ello. Los tuiteros pisotean la memoria del último torero caído en el ruedo. Acaso hemos perdido todos la cabeza y no seamos conscientes (¿sabe el loco que lo está?). Por eso, el sábado, en el muelle, Julio Iglesias (que canta mejor con 72 que en los años 70) me devolvió a una infancia benigna. Recuerdos de un tiempo apacible. De sueños inocentes. Y canciones.

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