El balo – Por Luis Espinosa

El Lomo del Balo. El balo de hojas péndulas. El balo que siempre me retrotrae a unos años de gratos recuerdos de juventud.

No voy a escribir sobre botánica. Simplemente el título hace referencia a un arbolito que me trae reminiscencias de mi juventud y primera infancia. Tuve una abuela de Guía de Isora, a la que no conocí, pero de la que tengo algunas fotos. Siempre me ha parecido una mujer guapa. Y sus padres, mis bisabuelos del sur, al parecer, tenían muchas propiedades. Una de ellas era la del Lomo del Balo, de la cual pretendo hablar un poco y del balo, por supuesto, ese vegetal que le daba nombre y que, en mi infancia asociaba (el nombre) a un gigante u hombre mítico, dueño y señor de aquellas porciones de tierra.

Ya algo mayor, comenzando la pubertad, pasé temporadas en la finca de mi abuela, con una de mis tías y sus hijos, mis primos, un montón, pues pienso que aquellos años eran cuatro. Los mayores eran varones, con lo cual disfruté mucho en los juegos propios de nuestra edad.

No sé por dónde comenzar. La casa era una alargada colección de habitaciones, no comunicadas entre sí y todas las cuales se abrían a una galería abierta, techada en lo alto con planchas de uralita, que miraba a las huertas y eriales. No había electricidad y nos alumbrábamos por las noches, con los clásicos “carburos” de blanquecina luz.

La vida se realizaba en la galería. Allí comíamos, leíamos, jugábamos o lo que fuese y las habitaciones eran para dormir, a excepción de la que correspondía a un primitivo baño. Al final de esas cinco o seis relativamente pequeñas habitaciones aparecía una alquería, con dos o tres vacas. Naturalmente abundaban las moscas de día y los mosquitos de noche si bien era la época del deplorable D.D.T. que mitigaba un tanto las molestias que causaban los insectos.

Aunque he hablado del baño, normalmente la gente menuda, entre la que mi incluyo, nos metíamos en un estanque que quedaba muy cerca, curiosamente de fondo inclinado, por lo que parecía una playa y así los que sabíamos nadar nos íbamos hasta la unión de la dos paredes y los menos conocedores del arte de la natación se conformaban con mojarse. En ocasiones el agua desaparecía para el riego de la finca y únicamente quedaba un pequeño charco que nos tapaba, si acaso, los pies. Pues bien, en cierta ocasión, un niño de meses, hijo de una de la sirvientes, estuvo a punto de ahogarse en ese minúsculo regajo, pues se quedó solo a la vera del agua, se inclinó y metió parte de su cabeza en el líquido elemento y de allí no supo moverse. Menos mal que uno de los primos lo vio y acudió en su ayuda.

Y a la derecha de la galería, en una pequeña elevación del terreno, crecía un elegante balo, el plocama pendula, que diría el insigne profesor Wildpret. No sé por qué, el nombre de este árbol se debió quedar enganchado en alguna de mis dendritas cerebrales y desde entonces lo asocio al sur isleño, a mi juventud, a mi familia, a la naturaleza canaria y a casi todo lo relacionado con esta última. También, claro, me hace recordar aquellos tiempos en que viví en la finca que había sido de mi abuela Candelaria.

Con el hijo de uno de los medianeros entablé una amistad de verano. Muchacho práctico y con buenas manos, nos hizo a mi primo el mayor y a mí unos tirachinas que fueron, para nosotros, un regalo maravilloso y con los que aprendimos a disparar guijarros a los adormilados lagartos que descansaban sobre los muros de las huertas. Según el chico había que matarlos porque se comían los tomates, fruto del que dependía casi al cien por cien la economía de la finca.

Junto con él intentamos enseñar a nadar al mayor de mis primos. Para ello nos llegábamos hasta otro estanque que quedaba unas lomitas más arriba. De agua empozada, donde aparecía una nata verdosa que casi cubría lo líquido, era bastante profundo y no hacíamos pie en él. Atábamos a mi primo con unas sogas en torno al tórax, bajo los brazos, y entre el indígena y yo lo sosteníamos desde arriba. Si se hundía tirábamos para arriba y, de vez en cuando, muy de vez en cuando, con unos palos retirábamos la costra verdosa para así visualizar mejor la escena.

No diría que muchas, pero si a veces, colaborábamos con los trabajadores (casi siempre trabajadores) que realizaban las tareas de cultivar los tomates, plantar las cañas por donde treparía la planta, el azufrado, la recolección… Probablemente no éramos muy eficaces, pero es otra de las cosas de las que guardo un buen recuerdo.

Si me permiten (y aunque no lo hagan, es igual) también en mi memoria aparece una de las sirvientas, una mujer bastante joven que yo recuerde, que tenía una delantera que llamaba la atención. Por lo menos me llamaba a mí la atención, en esa edad en que las hormonas intentan hacerse dueñas y señoras del cuerpo.

También había tiempo para la lectura. Mi tía, siempre una gran lectora, tenía allí unos cuantos libros y recuerdo que me tragué los tres o cuatro tomos encuadernados en rojo de la historia de la época en que los árabes dominaban más de media Península Ibérica. Sé que los leí y que me gustaron, pero eso, conociendo mis aficiones, no tiene excesivo valor. Además, ahora me pregunto ¿cuándo leía? Durante el día zascandileábamos entre estanques, huertas y “trabajos” de la zafra del tomate. Durante la noche, sin luz, no quedaba otro remedio que acostarse y dormir. Pero seguro que leía. Y continúo haciéndolo.

Dada la distancia y, especialmente, el estado de la carretera y la carencia de vehículos adecuados hizo que las visitas de familiares o amigos fuesen tan raras como cordialmente recibidas. Mis padres asomaron un buen día por allí; otra vez recuerdo a mi tía abuela, la mayor, la que tenía 105 años cuando murió, que apareció por allí acompañada de una primas tan vetustas como ella; y otras gentes de las que solo tengo vagos recuerdos.

El Lomo del Balo. El balo de hojas péndulas. El balo que siempre me retrotrae a unos años de gratos recuerdos de juventud.

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