Alguien que te desconozca

Hay niños que nunca han experimentado la ternura. Me parece que parte de esto tiene mucho que ver con eso de pensar que tener un hijo es un derecho

Hay niños que nunca han experimentado la ternura. Me parece que parte de esto tiene mucho que ver con eso de pensar que tener un hijo es un derecho. El derecho es a desearlo como se necesita el aire, a hacer planes sobre su felicidad, a ilusionarse con transmitir la vida. Pero ocurre a menudo que hay parejas que deciden tener un hijo para que ruede la rueda: porque toca. Tocaba casarse y ahora toca tener una criatura. Y ahí las tienes con el paso de los años: niños que lo han tenido todo menos amor del bueno, del que hace libres y responsables; personitas con desequilibrios que no se corresponden con lo que es de esperar para su edad.

Los psicólogos advierten de la necesidad de sentirse amado desde los primeros minutos de vida. El primer abrazo, el primer beso, el primer mimo… Los niños los graban a fuego en su mochila sentimental. Sobre todo, el primer estremecimiento por dentro de sus padres: ese momento en que papá y mamá se dan cuenta de que es verdad lo que ya sabían, que “todo esto es un puto milagro”, como me dijo una vez un amigo -casi temblando- tras coger a su hija por primera vez en brazos.

Ese primer temblor es el origen de todas las ternuras que vendrán luego, porque con él se expresa sin palabras una verdad espléndida: “Nunca dejaremos de amarte, pase lo que pase, seas como seas, crezcas como crezcas. Tú eres tú y eres nosotros. Nunca, escúchalo bien a través de este abrazo sin palabras, hijo mío, nunca dejaremos de estar. Ni cuando la muerte nos separe”.

El drama es que algunos bebés jamás supieron de ese abrazo. Nunca fueron vistos como “un puto milagro de amor”. Fueron, más bien, una herramienta para acallar vacíos, una excusa para seguir juntos a pesar de que nada nos junta ya, un imprevisto perturbador, una molestia.

Como sucede con el primer amor, los primeros desamores tampoco se olvidan. La falta del amor sin condiciones hace estragos, deja huellas que marcarán para siempre la forma de pisar en el mundo. De ahí tanto miedo de algunos a vivir; y tanta soberbia de otros, que no es más que un intento de silenciar la pregunta más terrible: ¿Por qué nunca me han amado?

En el principio existía la ternura. Éste es el mensaje del Evangelio de hoy. Y la ternura, que también se llama misericordia, y también se llama comprensión y que, finalmente, no es otra cosa que amor del bueno, la ternura -digo- es el único bálsamo capaz de sanar las heridas que nacieron del desamor.

La ternura es una forma de desconocimiento. Todos necesitamos que alguien nos desconozca. Sí, necesitamos que alguien no conozca la historia de nuestros fracasos, de nuestros dolor y nos dé una oportunidad: nos ame sin medida y sin condiciones, sin hacer cálculos. Ése que nos desconoce y nos ama nos salva la vida. A veces, literalmente.

“A quien te pida que le acompañes una milla, acompáñale dos”, dice Jesús. Desconoce, olvida, no preguntes. Y camina con el que necesita acompañante, ve más lejos de lo que ha llegado nadie con él. Eso hace Dios con los hombres. Por eso sabe que es complicado, sabe que lo que pide es sólo para quienes aman tanto la vida que no pueden menos que compartirla. Así son, así deberían ser, todos los cristianos: expertos en las ternuras de Dios. Como los padres que tiemblan ante la primera respiración de sus hijos.

@karmelojph

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