Amanece en Masca

Amanece en Masca. Los gallos cantan en la mañana fresca, en el valle cerrado que dominan las cimas. En Masca no hay relojes.

Teno, años 50

Amanece en Masca. Los gallos cantan en la mañana fresca, en el valle cerrado que dominan las cimas. En Masca no hay relojes. Los picos, el Guelgue, la Fortaleza, el Cherfe, son los cronómetros del lugar. Cuando el Sol aparece sobre uno de ellos es ya la hora de ponerse a la faena mañanera; si el rayo de luz salta por encima de otro, es que ha llegado el momento de sentarse, descansar y comer; si la sombra del risco es perpendicular, quiere decir que las bestias deben prepararse para la noche, que los campos tienen que tender sus espigas para el descanso nocturno; significa que el momento de morir un poco con la cabeza en la almohada tiene el turno siguiente del día de las veinticuatro horas. En Masca no hay relojes mecánicos, ni de agua ni de viento, sólo hay relojes de Sol, de los que fabrica la naturaleza.

Amanece en Masca. Haces brillantes de luz, como alargadas y punzantes lanzas de fuego se abren camino barranco abajo, chocando y rebotando de pared en pared de las oscuras murallas del cañón. El silencio se despierta con el campanilleo de las esquilas y el murmullo de los artificiales arroyuelos que bajan encajonados entre muros de piedra, cortes en la arcilla y tajos en el pedregal. Las ranas ya no croan. Inician las golondrinas sus cacerías aéreas describiendo giros de negritud contra el azul del cielo. Las cabras balan para que, manos cariñosas, obtengan de sus ubres el néctar blanco que a ellas les sobra.

Amanece en Masca. Mejor dicho, “amanecía” en Masca. Era una tierra virgen, era un barranco virgen, era una playa intacta que se regodeaba, solitaria, jugando en los bajíos con las limpias y suaves olas. Las cuevas que se escondían en los acantilados podían ser acogedores hogares de una noche. Siempre y cuando los mosquitos se olvidaran de sus aguijones y susurros monótonos.

Amanece en Masca. Los caminantes que bajan o suben por el barranco están atentos a los ruidos que de lo alto llegan. Las pardelas, que en la noche han llenado el aire de lamentos de niños, pueden dejar caer piedrecitas desde arriba; lo mismo que alguna cabra, un cuervo o incluso una lagartija inconsciente que desnivela el terreno y lanza, pared del barranco abajo, trozos de las pétreas laderas para provocar algún daño en los viandantes.

Amanece en Masca. La leche caliente, recién ordeñada llega a la escudilla descascarillada que, con gran cariño, lleva la lugareña hasta la mesa donde los senderistas hablan del amanecer… No pueden hablar de otra cosa en la amanecida de Masca. El gofio, el queso, el pan, los higos frescos o pasados, la miel, cubren la destartalada mesa de la Abuela para disfrute de sus invitados. Cuánto amor contienen los gestos, las palabras y los suaves oreos que descienden Tarucho abajo. Cuánto afecto desinteresado encierran estas cuatro paredes mal encaladas o ese patiecillo junto a las tuneras de higos chumbos que amenazan con sus amarillos picos. Cuánta bondad guardan las gentes de estos barrios abandonados (tal vez por eso mismo) que aún usan palabras que oyó don Quijote, que se entregan sin dobleces a esos amigos de ese otro mundo que se encuentra más allá de las cumbres de Teno.

Amanece otro día en Masca. Pero pocos amaneceres como éste quedan. Va a quedar un poco el recuerdo en la memoria de los viejos caminantes, de los antiguos amigos que, desgraciadamente, también van quedando olvidados sin remedio. Unas pocas imágenes brillan en el desierto de los recuerdos. Tal vez la más impactante es la de aquel amanecer en Masca, de aquella mañana eterna que, a pesar de ello, desapareció también.

Amanece en Masca…

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