El caso Odebrecht, América y Canarias

Cuando voy a América me siento como en casa. Y voy a menudo por razones familiares, pero desde los años 70, por pura vocación, tengo la suela ya americanista. “Carlos Andrés Pérez era un buen presidente, porque robaba y dejaba robar”, me dijo aquel taxista por las calles de Caracas cuando me dirigía, precisamente, hacia la torre de CAP, que no era la Torre de Trump, bañada en oropel y fanfarrona como el dueño, sino un edificio renombrado que se mimetiza con el entorno, donde el volcánico adeco, prototipo de político incombustible, seguía mandando en la sombra cuando ya no era el presidente manirroto que decía el taxista que robaba y dejaba robar en los 70, mientras España se jugaba el bigote en la Transición. Cuando llegué a su despacho, en la cima del castillo del poder y ya me habían cacheado sus gorilas y servido un negrito, el café tinto que allí compite con el guayoyo, lógicamente, me hice la pregunta de si el hombre que tenía delante era un consumado corrupto que instauró la corrupción sistémica en la Venezuela petrolera de los años de gloria. Estos días, su figura es objeto de examen en un documental condescendiente del historiador Carlos Oteyza; siempre se hizo de Carlos Andrés Pérez cierta aproximación teológica por ser uno de los dioses espurios de América Latina, donde todo es fe, diablo y diatriba. Fui conociéndolo mejor a partir de ese encuentro, y siempre me trató con deferencia. “Dale recuerdos en España a mi amigo Felipe González”. No tengo nada que añadir a la leyenda negra de CAP, ni taché de la lista a González por ese trato de colegas que sugería su comentario. Siempre consideré la posibilidad de que Canarias, dada su querencia venezolana, acabara copiando los malos hábitos de su corrupción endémica. Era populista y carismático. Como también dice ahora el cine que era Pablo Escobar. Y el propio cine cuenta en estos momentos que lo era Hugo Chávez. Estos personajes, correligionarios en saber ganarse el sufragio con infalible campechanía, dejaron esa estela a su paso. América toda, desde sus dictaduras hasta sus democracias vitalicias, ha sido un continente bajo sospecha, que se ha ido apandando, con el peso de los años de la corrupción.

Ahora, por eso, está a punto de ser un continente en el banquillo, desde que Marcelo Odebrecht, que no ha cumplido todavía los 50 años de edad y ha sido condenado a 19 de cárcel, se rindió ante esa negra evidencia y alcanzó acuerdos estremecedores con la justicia de Brasil para que le rebajen la pena terrenal. Él y 77 altos cargos de la constructora que fundó su abuelo, una de las mayores del mundo, han puesto a la aristocracia política de América contra la pared. Yo siempre que leo estas cosas pienso en Canarias. Desde que el heredero entonó la confesión del siglo-como si la tangentópoli italiana de los 90 se extendiera como una mancha de aceite sobre todo un continente-, el apellido de la poderosa dinastía, Odebrecht, ya es todo un neologismo en la nomenclatura de un género clásico de los bajos fondos de la política: la corrupción. En América no está quedando títere con cabeza. Desde que el pájaro canta, tiemblan presidentes y exmandatarios, funcionarios e intermediarios que se dejaron tentar con mordidas multimillonarias a cambio de licitaciones de carreteras, como la Interoceánica, que ha arruinado el capital político de Alejandro Toledo, el salvador de la patria que llegó al poder en Perú para limpiar las cloacas del régimen de Fujimori. En Lima, que es donde paro más últimamente, ayer se emitía una orden internacional de Interpol para dar captura a Toledo -amén de una recompensa muy estimable en soles-, que, según las indagaciones derivadas de la Operación Lava Jato, se vendió por 20 millones de dólares a cuenta de la adjudicación de esa autopista transnacional que une Perú y Brasil. Estoy siguiendo el culebrón Odebrecht, que es la prueba de la parafina de las manos sucias del poder, con los fantasmas visitándome y con sincera aprensión por si la pandemia nos contagia las islas o ya es tarde y un día nos vemos relatando en estas páginas el mismo cuento de Odebrecht, pero ya no en América, sino en Canarias. Toledo ahora huye como hizo CAP, que murió en Miami, que es el aprisco de ese ganado.

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