El doble de nosotros mismos

Hasta que tuve la necesidad imperiosa de conocer a mi doble, no me lo había tomado en serio.

Hasta que tuve la necesidad imperiosa de conocer a mi doble, no me lo había tomado en serio. Me pasó mucho antes de leer El hombre duplicado, de José Saramago. Era joven y estaba lejos aún de los sucesos más extraños que estaban por ocurrirme. Yo siempre parecía alguien mayor, así me designaban respecto a mi hermano, que me lleva un año, un mes y un día. En la novela, Saramago habla de Tertuliano Máximo Alfonso, que descubre su fisonomía repetida y la indaga. Mucho antes de que el Nobel escribiera esa historia de verídicas coincidencias fantasmales y de que yo lo visitara en su casa de Lanzarote antes de producir ese texto y de que memorizara su rostro de perfil para hacerle una caricatura, me había acostumbrado a que gente desconocida me saludara por la calle con afecto como si no fuera yo, un periodista corriente, sino un músico genial. Los dobles tienen carta de naturaleza, existen. La doble vida es otra cosa, más propia de agentes secretos, novelas de espionaje y vidas duplicadas, como la de Frederick Forsyth, que escribió en 35 días su excelente obra maestra, Chacal, en los 70. En esos años pasó lo mío. Cuando me paraban por la calle y me preguntaban si seguía tocando la guitarra, ya leía novelas de dobles, sosias e impostores. Pero aquello era real, más allá de mitos y cuentos de Allan Poe. Yo me echaba a reír. Al principio, me divertía el equívoco, y acabé inventado excusas para no deshacerlo.

La única guitarra que recuerdo, la compró mi hermano con parte del botín del premio del concurso de televisión Canarias, paso a paso, y nunca la supe tocar. Pero me siguieron confundiendo durante mucho tiempo con un supuesto clon virtuoso de guitarra clásica, y me fueron aportando información sobre quién era o debía ser yo, un desmemoriado. En su casa de Tías, Saramago, al recibirnos, puso cara de canario, o me lo pareció. Era un rostro que podía ser el de otro, al que ya conocemos. Pero yo nunca había visto en persona al autor portugués, hasta que Juan Cruz me encargó que lo entrevistara para una televisión mexicana. En todos estos años, he visto a gente en la calle que me recuerdan a otros, incluso a otros que ya han muerto, en una imposible bilocación. No son ellos, pero como si lo fueran. Tenemos siete dobles en el mundo, con sus vidas distintas. Y, al fin, localicé a mi alter ego, tras peripecias largas de contar. Quedamos en la Rambla. Llegamos, nos saludamos, en un quiasmo de gemelos reversos. Se llama Juan José Olives. Teníamos el mismo careto. Y aún hoy nos damos un aire.

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