El príncipe Áigor

Las Rondallas son las señas de identidad del Carnaval de Tenerife y las depositarias de su esencia

Las Rondallas son las señas de identidad del Carnaval de Tenerife y las depositarias de su esencia. No existen en ningún otro Carnaval, y constituyen los restos entrañables de lo que pudo ser una orientación veneciana o, al menos, alemana de nuestro Carnaval, que, cada vez más, se viste de carioca y se diluye en lo brasileño. En los años de la prohibición de la dictadura y del disfraz de las Fiestas de Invierno, mantuvieron el espíritu y la tradición carnavalera que habían heredado de su pasado reciente, y supieron adaptarse a los cambios sociales y culturales de los nuevos tiempos: la Juventud Republicana transmutada en la Masa Coral Tinerfeña es un buen ejemplo.

Nuestras Rondallas existieron en el pasado y es más que deseable que sigan existiendo en el futuro, a pesar del maltrato que reciben de los poderes públicos canarios. Porque este año, y no es la primera vez, la Televisión autonómica no consideró oportuno dar su Concurso en directo, sino en diferido, en una retransmisión que concluyó sobre las tres de la mañana. Y eso que el Auditorio estaba absolutamente lleno por un público entregado, ese pueblo que la demagogia y el populismo de la consejera de Cultura invoca para justificar el contubernio de amiguismo y mediocridad que este año se ha atrevido a presentar como sucedáneo del Festival de Música de Canarias.

Radio 5 FM sí retransmitió en directo el Concurso de Rondallas y protagonizó una curiosa anécdota. Los Aceviños se presentaron con un disfraz titulado “Fantasía en la corte del príncipe Ígor”, que, además, después ganaría el Primer Premio de Presentación. Y, por si no estaba clara su referencia a la ópera de Borodín, interpretaron sus celebérrimas Danzas corales polovtsianas como una de sus piezas. Pues bien, la comentarista de la radio insistió todo el tiempo en pronunciar el nombre del atormentado príncipe ruso como “Áigor”. Supongo que, falta de conocimientos históricos y operísticos, le sonaba la excelente película cómica El jovencito Frankenstein, que en 1974 dirigió Mel Brooks, y, en particular, el inolvidable personaje de Ígor (pronunciado “Áigor” como elemento de hilaridad), que interpretó insuperablemente el recordado Marty Feldman. Cada vez que ella decía “Áigor” sentía vergüenza ajena. Pero más vergüenza ajena siento ante la política cultural del Gobierno de Canarias, que ese pueblo canario del que habla la demagogia de la consejera sostiene con su dinero.

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