El gen del Carnaval

Por qué este pueblo tiene el histrionismo inyectado en vena y botellas de reserva de humor en las bodegas que descorcha cada año, sin excepción, venga una crisis, un delta o cualquier desastre que toque en la racha de días funestos

Por qué este pueblo tiene el histrionismo inyectado en vena y botellas de reserva de humor en las bodegas que descorcha cada año, sin excepción, venga una crisis, un delta o cualquier desastre que toque en la racha de días funestos de un tiempo a esta parte? Valle-Inclán tenía el esperpento y Rabelais su Pantagruel y su Gargantúa. Cada autor y pueblo tienen su sátira y su cómico ambulante y, en ocasiones que conocí de primera mano en la niñez de Anaga, lo deforme humano se vuelve icono circense infaustamente popular que nos confronta con los límites del derecho a la intimidad y el respeto frente a la burla. Pero el Carnaval lo tiene Santa Cruz como una introyección, metido hasta el alma, en una clara rivalidad con la propensa envidia que demoniza las relaciones humanas y con el codo fácil que se abre paso a empujones, dejando el estigma de un pueblo atravesado, como me dice una buena amiga foránea que nos conoce bien: detrás del cartel de bienvenida, están unos sujetos malencarados que suelen ejercer rara vez la hospitalidad, pese al eslogan.

La alegría no es poca cosa, y ahora que abunda no cabe darle una importancia trivial. Los profetas del carpe diem tienen en esta isla un carnaval que es un buen laboratorio, como las saturnales romanas coincidían en el mismo plató que las bacanales en honor del dios Pan. El optimismo se vende caro en una sociedad esquinada que se malquista con el vecino a las primeras de cambio -en la política, sonreír hace milagros, y un chiste inteligente, una frase ingeniosa desatasca las plúmbeas cañerías de un debate; ¡cómo recuerdo a Olarte en su personaje de Calero!-; de ahí lo excepcional de este pandemónium de calles etílicamente alegres, que nos convierte en parodia y paradoja de un mundo cabizbajo que habla de guerra nuclear. Esa es la cuestión que vengo a plantearme, el porqué de esta orgía de santos inocentes que se asienta en Santa Cruz en los días que corren
-un “período pasional intenso” lo llamaba Julio Caro Baroja- como si esta fuera una casa de locos de toda la vida. Si un turista desinformado arribara a las islas mañana mismo y comenzara la gira por Santa Cruz de La Palma ante una batalla de polvos talco bajo la figura totémica de la negra Tomasa y el cachondeo consiguiente de los indianos, se formaría una opinión equivocada acerca de nosotros -de nuestra salud mental-, pero pronto caería en las redes del manicomio teatral como el juicioso se mimetiza entre los orates y pasa a ser uno más. Esta conversión caribeña -ya no sólo de Santa Cruz de La Palma, sino también este año de Santa Cruz de Tenerife- tiene su antecedente histórico, qué duda cabe, pero, a ojos de Trump, producto inequívocamente carnavalero en la morgue electoral de ese país que deviene en parodia y paranoia, somos unos sospechosos de m…

La alegría del pueblo santacrucero es eso que llaman en la Unesco un patrimonio inmaterial. La alegría es cultura, y procede de unos vestigios, que son por los que aquí pregunto. Falta el explorador de esta catarsis concreta de locos medievales, de la cornucopia chicharrera de la broma, porque ya conocemos el diagnóstico de otras latitudes, a falta de alguna razón poderosa que justifique la impostura de un pueblo tan soso y seco el resto del año, que, como en el sueño del oso, sale de la guarida cuando despierta del letargo invernal a ver si llegó la primavera. Este trance es el que, por lo visto, da origen a las máscaras fustigadoras, como los carneros herreños y los buches de Arrecife. Un exégeta que nos explique de dónde nos viene este rol que no es de por aquí, salvo de África. El profesor Ramón Trujillo hizo en su día acopio del silbo gomero y lo cosificó lo justo para llevarlo en la maleta del coche en las grabaciones que obtuvo con artilugios que le costaron un ojo de la cara. Años después, el silbo subió a los altares de la Unesco como patrimonio inmaterial mundial y no se lo agradecieron. Si el Carnaval chicharrero tuviera su Ramón Trujillo, alguien dispuesto a escudriñar en la fiesta a riesgo de ser criticado por su altruismo académico, sabríamos si ese gen -ya que la careta, de puro vintage, perdió su hegemonía con la indumentaria churrigueresca que imita las galas de la reina entre la marea humana-, el dislate, es propio o importado. O espontáneo.

TE PUEDE INTERESAR