Hace 25 años, César

A César Manrique le gustaba la prisa y vivió con ella como si no fuera a vivir el tiempo suficiente

A César Manrique le gustaba la prisa y vivió con ella como si no fuera a vivir el tiempo suficiente. Hacía todo lo que se le metía en la cabeza con esa premura de creer tener los días contados, sin miedo a la muerte (que es maravillosa, decía), por darse el gusto de no irse con las ganas de haberlo hecho todo. Hace 25 años que Manrique inauguró como espacio de arte su propia casa y la convirtió en fundación de su obra y de su espíritu; fue en marzo antes de morir, a dos pasos de allí, en un accidente de tráfico, pocos meses más tarde. Este marzo, por eso, nos remite a la memoria de César Manrique. La primavera trae consigo la verdad depositada en la naturaleza, y fue el mes que eligió -hace un cuarto de siglo- para abrirnos las puertas de su casa en Taro de Tahíche. La fundación de aquel hombre etimológicamente sinónimo de Canarias sigue transmitiendo la verdad inherente a Manrique, que era un artista que salió del vientre de la naturaleza como los volcanes de su isla. Deberíamos entrar cuanto antes en la celebración decisiva de los ecos de Manrique: el mes de su fundación y el año de su muerte, hace un cuarto de siglo son estos. Si fuéramos una sociedad mínimamente organizada estaríamos ya poniendo las bases de su centenario, en abril de 2019, dentro de dos años que se pasan volando. ¿Cómo cabe imaginar el Centenario de César? Los seminarios, exposiciones, el despliegue editorial y el conjunto de actos que merece esa ocasión excepcional exigen de nuestras instituciones una voluntad prevenida, que no suele adornarnos. Tan injusto es incurrir en improvisaciones de última hora, dejando todo el peso del acontecimiento sobre las espaldas de la Fundación César Manrique, como hacer caso omiso de las enseñanzas de aquel canario inextinguible, que dejó escritas en el fuego unas cuantas verdades. En el aquelarre de su arte espacial, de sus móviles, murales y pinturas, habría que indagar en el cráter de un activismo ecologista, cuando se percató del pánico insular por quedarnos sin suelo, aterrados por la idea de los límites de la isla. Este el debate que nos ocupa ahora mismo de nuevo, bajo el síndrome de César. De manera que si el tenor de la ley en ciernes desconoce sus lecciones sobre cada microcosmos insular, significa que hemos enterrado no solo a César, sino, también, a todo su legado.

El paso del tiempo va desfigurando los contornos de las cosas y también de las ideas que alumbraron otros en momentos oportunos. La fundación de Europa, hacia la que Manrique elevaba una mirada de exégeta desde Lanzarote, era una idea sublime. Los de mi quinta somos coetáneos de los tratados de Roma, de cuya firma el 25 de marzo de 1957, ahora celebramos 60 años, con la moral por los suelos. Tal como en el paisano fallecido hace un cuarto de siglo, lo que ahora nos sorprende es que algunas ideas que considerábamos irrefutables hayan caído en desgracia bajo los escombros de un cataclismo de las ideas. Ni rastro del espíritu de César Manrique, con las islas retornando al desarrollismo y las leyes salvajes del sálvese quien pueda. Ni del famoso espíritu de Europa, entre las cenizas de sus cimientos, bajo la amenaza de que 2017 sea el año del sorpaso populista y las peores premoniciones en Holanda, Francia y Alemania. Nos consuelan pocas cosas: el club de naciones que cerró filas tras la guerra sufre la primera gran deserción, y la única muestra de unidad ha sido una cena en Versalles de cuatro líderes europeos venidos a menos, con una Merkel crepuscular, ya sin asomo de la altivez de los días del austericidio que trajeron estos lodos. Poca cosa para convencernos de que los 28 estados menos 1 tienen porvenir como club circulando a dos o más velocidades.

El estío -este que a destiempo nos agobia la semana- tiene tales consecuencias. Uno ralentiza el ritmo vital, con la modorra inevitable, y piensa que lo más inteligente es dormir la siesta, tan española y tan poco europea. Entonces, afloran las noticias viejas; uno despierta con estas preocupaciones del pasado y el porvenir. Recuerda, a golpe de aniversario, cómo era César Manrique y cómo habría reaccionado ante el nuevo modelo de vida de las islas y el mundo; cómo era Europa antes de los cambios en la Casa Blanca y en Downing Street. “No he querido saber, pero he sabido”, comienza la celebrada novela de Javier Marías Corazón tan blanco, que cumple estos días -también- 25 años de su edición, cuando aún no vivíamos esclavizados por la dictadura del secreto a voces de Internet. No queríamos saber, pero hemos sabido…

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