Los novios, los padres de los novios, los tíos de los padres de los novios, suelen decir que organizar una boda sin que parezca el clásico bodorrio tiene una elaboración difícil, ardua y larga pues, en caso contrario, resulta un fracaso. Ya, pero me preguntó yo ¿Ha existido un estudio estadístico profundo y serio de los trabajos, esfuerzos y crisis nerviosas que ha costado a los invitados a la susodicha boda?
Nosotros hemos hecho el seguimiento de una pareja madura que ha obtenido el “premio” de asistir a un himeneo en un lugar algo distante. Veamos cómo se desarrolla la historia vivida desde su punto de vista.
Las bodas, para los económicamente pudientes, son jornadas con grandes efectos especiales, color, música, luces y ruido, mucho ruido. Pero antes de llegar a estos momentos posteriores al definitivo instante (me he equivocado, pues últimamente no es, ni mucho menos, definitivo) del “sí, quiero” asoman otras muchas situaciones que hemos de valorar y situar en su correspondiente contexto.
Comencemos con el matrimonio López, doña Adela y don José, que se disponen a presentarse al G.C.T, es decir, el gran casamiento de turno.
Después de un viaje en guagua hasta el lugar de la ceremonia y el ágape subsiguiente, tomaron pie a tierra (nunca mejor dicho lo de tierra) en un bello rincón de la geografía patria. Un gran jardín les recibe, algo húmedo pues hasta los pedruscos que delimitan los caminos llevan chubasqueros de verde musgo. Doña Adela, solícita, dice “Abrígate Pepe, no te vayas a enfriar y ya sabes que tu eres muy propenso a los catarros”. Por senderos entre parterres con lindas flores deambula la pareja. “No respires muy hondo, Pepe, que vas a empezar a estornudar y ya sabes que tu eres muy propenso a ellos”. Aparecen pequeños tramos de resbaladizos escalones que unen los distintos tramos del pensil; en algunas zonas los peldaños son cortos y estrechos, en otros incluso se acortan tanto que acaban por desaparecer. “Cuidado, Pepe, que tu de nada tropiezas y ya sabes que eres muy propenso a caerte”. Las servilletas, en la penumbra del atardecer, se confunden con los pañuelos blancos. Algún donjuanesco caballero, al recoger lo que él cree uno de estos últimos, sufre un espasmo muscular que le obliga a sentarse rápidamente sin poder ofrecerle el objeto a la damita de su interés.
¡Hola!, dice un joven, dirigiéndose a doña Adela y don José, ustedes deben de ser los tíos viejos de la novia, ¿verdad? La “tía vieja” frunce el entrecejo y está a punto de darle un soponcio, salvando la situación un camarero que ofrece un suculento surtido de espárragos trigueros.
Ha llegado la hora de entrar en el salón del banquete nupcial donde una gran tarta de varios pisos comanda el espacio. Doña Adela respira tranquila. No hay una columna intercalada que le oculte la mesa presidencial y, lo que es más importante, que le impida observar a la novia, a la que puede contemplar entre un gran búcaro lleno de enormes flores amarillas y un señor con feroz bigote, seguramente el padre de la novia, claro.
El panorama se anima. Existen momentos muy agradables como el de don José, que se tropezó con un señor que resultó ser primo hermano de uno de sus compañeros en la mili y que le cuenta con pelos y señales cómo fue la reciente muerte de su abuelo atropellado por un tractor.
El acudir a la mesa designada para él le libra del sepelio del anciano “tractorizado”. El panorama se anima, saludos, presentaciones, brindis con chasquidos cristalinos y los consabidos comentarios sobre las bondades (o maldades) del hotel, de las veces que han cenado o comido en él o de las amistades más o menos aristocráticas con las que han confraternizado en aquel local donde ahora se reúnen.
El primer plato es de pescado. Don José odia el pescado. Su amante esposa indica: “Ya sabes, Pepe, que el médico te ha dicho que comas pescado que contiene mucha épsilon 4 que protege contra las caries y tu eres muy propenso a ellas”. Pepe, obediente, picotea en el plato y reparte por toda su superficie trocitos del natátil animalito que fue hasta que consigue dar la imagen, en su plato, de que se ha tragado todo lo que este contenía.
Viene a continuación el sorbete. Don José lo agradece, pues elimina el ligerísimo sabor a mar que ha quedado en su boca.
Súbitamente el salón se inunda de ruidos, perdón, de música, que amordaza literalmente a los comensales debido a los decibelios que se emplean. Los posibles otorrinos que hay en el salón se frotan las manos de gusto pensando en los futuros clientes que van a tener en su consulta. Tan abruptamente como empezó acaba la música. Ha sido un pequeño aviso de lo que les espera a los asistentes una vez terminada la comida.
Sin embargo algunas ventajas tienen esas altas notas del pentagrama ya que el primo del amigo aquel que Pepe tuvo en la mili en Ceuta no pudo continuar con la interrumpida narración sobre la triste historia de su ancestro, aquel que fue atropellado, ¡qué horror!, por un maligno tractor.
Un grupo de niños y chavalines, casi todos vestidos con camisetitas blancas brillantes, con una especie de corbatines consistentes en dos largos lazos azulinos cayendo lánguidamente a lo largo de su pecho, pantaloncito corto y zapatos de brillante charol, para animar más el ambiente, corretean entre las mesas a un juego que don José cree se llama “A por el camarero”. Afortunadamente, los servidores de la comida tienen mucha práctica y, por lo visto, en sus ratos libres dan clases de funambulismo y de toreo, ya que evitan los choques y solamente en un caso una salpicadura de salsa cae sobre la calva del señor del feroz bigote. Don José, silenciosamente, les envía su más cordial enhorabuena.
Llega la carne. Un tanto fibroso el trozo que le cae en suerte a doña Adela la cual, sin decir palabra, se lo traspasa a su marido, el cual había tenido mejor suerte con su correspondiente trozo de ternera. Don José se consuela bebiendo el tinto con el que el camarero ha llenado su copa por segunda vez. Una voz le detiene cuando alza la citada copa; “Pepe, no abuses del vino que luego te mareas y tu eres muy propenso a marearte”.
Postre, champán, café y el consabido cigarro habano que ofrece el señor del feroz bigote (así pues no nos habíamos equivocado, es el padrino).
De nuevo el incombustible primo del compañero, etc. de la mili, agarrándole bruscamente por un brazo le grita al oído a don José (único sistema para entenderse en aquella barahúnda) el final, por fin, de su abuelo. Menos mal que su otro abuelo vive a pesar de su longevidad y goza de buena salud. Don Pepe manda otra callada felicitación al abuelo del primo del amigo que estuvo con él, en la mili, en Ceuta.
La fiesta acaba. El matrimonio se marcha. Doña Adela musita “Que poco atento eres, Pepe, no le has hecho ni pizca de caso a ese señor que quería explicarte no sé qué cosa”.
Don José suspira.