Leoncio Afonso, 100 años bienhumorados

Que la entrevista más generosa, tierna y profunda de la serie dominical que hice para este periódico antes de embarcarme en la dirección. Era un día de entre semana y parecía domingo, en la calle desierta y silenciosa de su casa en Herradores, de La Laguna

Que la entrevista más generosa, tierna y profunda de la serie dominical que hice para este periódico antes de embarcarme en la dirección. Era un día de entre semana y parecía domingo, en la calle desierta y silenciosa de su casa en Herradores, de La Laguna. Don Leoncio Afonso me esperaba en la segunda planta, sentado en su silla de ruedas, con las sondas nasales conectadas al maletín de aire por la disnea de viejo fumador de puros. Acababa de cumplir cien años y me dio una receta infalible según él para resistir las majaderías del tiempo: quitarle importancia a las cosas y no perder nunca el humor. Tenía una manera de expresarse ingeniosa y divertida. Me contó que la primera vez que fue a visitar a Franco en El Pardo le traicionó la risa fácil cuando el ujier les previno de que no tropezaran la alfombra en presencia del caudillo, que era un “pequeñajo”, según lo retrató el bueno de don Leoncio con esa pirueta de media sonrisa que ponía en la memoria.

¡Cuánto había vivido! Mucho, decía queriendo vivir otro tanto, ver coches volando, interrogándose sobre el destino de las generaciones futuras y lamentando el deceso continuado del ser humano, hasta convertirse en lo que llamó un “cadáver social”: alguien sin amigos, sin parientes, sin colegas, porque todos ya se habían muerto. Le quedaba doña Evelia, la esposa también secular. Habitaba un mundo al que le tenía aprecio, escribía, leía y nada le hacía perder el ánimo. Era un palmero ilustrado que no quiso ser campesino en una familia rural. Como digo, fue el diálogo de los diálogos, el testimonio prolongado de un superviviente, un fumador fundador de cosas, que había creado la Escuela Oficial de Turismo y había impartido en la Universidad de La Laguna la primera clase de Geografía. Era -él mismo lo decía casi con resignación- el sabio oficial de la Geografía de Canarias.

La cita la había concertado mi amigo Carlos Silva, y en la hora y media que compartimos en su despacho, con la tarde entrando por la ventana para oír la conversación, don Leoncio me habló de sus hazañas dentro y fuera del aula, dentro y fuera del Régimen, dentro y fuera de la isla, y dentro y fuera de su casa cuartel que había comprado a mediados del siglo pasado por 250.000 pesetas, y era un santuario risueño como el dueño de libros con olor a papel viejo. Me dijo cosas que no me esperaba; algunas de ellas tan sorprendentes en una personalidad políticamente marcada por la dictadura como el elogio que hizo del líder de Podemos: “Ese chico -Pablo Iglesias- llegará a presidente”. No perdía la ruindad contagiosa como la risa en sus comentarios políticos sobre los héroes y villanos de aquel 2016 en blanco que padecimos: “En cien años no había visto tantos tontos juntos en política”. Fue su declaración más contundente, que tituló la entrevista. Pero tenía el recuerdo grabado en la punta de la lengua de sus coetáneos más célebres -que no tenían un pelo de tontos-.

De ellos me habló con simpatía y nostalgia-. De Alejandro Cioranescu y Telesforo Bravo. De su maestro Juan Álvarez Delgado y María Roisa Alonso. De cuando fue a la guerra con Marcos Guimerá Peraza y Diego García Cabrera. Y los llamaba por sus nombretes como si estuvieran aún vivos entre nosotros, riéndose de verles la cara que ponían: “A Carmelo García Cabrera lo llamábamos Carmelito, tomatito, cachimbita”. Cuando ya se había bebido el siglo entero, le pregunté cómo se sentía. Y habló, por primera vez, con satisfacción del momento político, porque esta vez, al menos,según dijo, estaba seguro de que, pese a la falta de Gobierno, no iba a haber otra guerra en España. Cuando me iba le pregunté cómo se las había arreglado para esquivar la muerte. “Disimulo”, me dijo. Nunca se había aburrido de vivir. Cien años acompañado vivió don Leoncio, que amaba esta tierra con la descripción sentimental de un geógrafo. ¿Cuál es el problema de Canarias?, le solté. “Los canarios”, respondió. Pero admito que no quise ahondar en la pregunta. Habría estropeado su providencial optimismo.

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