Pascua. Y lo demás, arritrancos

Doscientos cincuenta millones de personas. Me cuesta olvidar la cifra. En nuestro mundo hay 250 millones de seres humanos perseguidos por ser cristianos

Doscientos cincuenta millones de personas. Me cuesta olvidar la cifra. En nuestro mundo hay 250 millones de seres humanos perseguidos por ser cristianos. La mayoría de ellos convive a diario con la posibilidad de estar viviendo sus últimas horas, pues en bastantes países de mayoría islámica y en otras dictaduras de corte comunistoide la persecución va unida a la amenaza de muerte.

Doscientos cincuenta millones de personas se arriesgan a ser asesinadas por ir a misa, tener un evangelio en casa o por compartir su fe con otros. Pero no dejan de hacerlo: siguen celebrando la eucaristía, se alimentan de la Palabra de Dios y conforman una inmensa minoría capaz de construir la comunidad sin apenas reunirse. Los catequistas siguen transmitiendo la fe, los sacerdotes siguen celebrando los sacramentos, los consagrados continúan sosteniendo a los más débiles, los laicos soportan el peso de la sospecha y aprenden a vivir con una amenaza que les acecha tras cualquier esquina.

La Pascua en la que buceamos es la única razón que tienen, que tenemos, para seguir adelante. Nosotros –los cristianos acomodados- y los santos de la Iglesia perseguida. Sólo la hondura que aporta tener experiencia de Cristo resucitado da a la propia vida la consistencia necesaria para seguir esperando en Dios y amando a los hombres, a veces contra toda esperanza. Lo demás son arritrancos.

Es la Pascua la que nos ha traído los ecos de aquella oscura noche primera en la que el mundo fue parido. Un hijo esperado y deseado, eso es la Humanidad. Y nos ha recordado también la larga marcha por el desierto del tiempo, miles de millones de años hasta que llegó la hora culminante en la que Dios plantó su tienda entre nosotros.

Porque es Pascua, acaban los miedos: ya no hay misterios ni secretos. Al desvelarnos sus entrañas, al abrir sus carnes de par en par, Dios ha alejado la sospecha de que no somos nada y de que caminamos hacia ningún destino. Nos ha mostrado quiénes somos y así nos ha regalado razones para vivir. Y para sufrir si es preciso, como los 250 millones de hermanos que no saben si mañana seguirán pisando esta tierra.

Así visto, es imposible no dolerse de la ridícula superficialidad en la que tantos nos instalamos durante tanto tiempo, la falta de solidez con que decidimos sobre nuestra vida y la ligereza con la que maltratamos la fe en Cristo. Desde la clarividencia que aporta la Pascua, la conciencia de la propia inconsistencia resulta punzante, provoca un desgarro. Ojalá así sea siempre, pues sólo desde esa lucidez dolorosa se madura en la experiencia cristiana.

¿Por qué será que ahora me viene a la mente el tiempo que perdemos en parafernalias, trapitos y ropajes, carcas y progres, cargos y honores? ¿Por qué será que nos retrasan tanto estos sumideros de la fe?

Sentada en la orilla de lo infinito, con los pies colgando sobre el misterio primero y último y definitivo. Así vive la Iglesia. Y lo demás, arritrancos. Feliz Pascua.

@karmelojph

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