Y así mataron al Dios de Ana

No eran las siete de la mañana y ya había ruido en la casa. Ella era la única que seguía en su cama, arropada por ese calorcito de los sueños que se va gestando durante la madrugada y al que resulta complicado renunciar cuando suena el despertador

No eran las siete de la mañana y ya había ruido en la casa. Ella era la única que seguía en su cama, arropada por ese calorcito de los sueños que se va gestando durante la madrugada y al que resulta complicado renunciar cuando suena el despertador. Aunque hoy iba a ser muy sencillo dejar las sábanas. La cita estaba prevista para el mediodía. Había tiempo. “Ana, cariño, ¿qué haces acostada todavía? Hoy es el día, ¿no te acuerdas?”.

¡Para no acordarse! Llevaba años soñando con ese momento. Habían sido horas y horas de preparación. Se lo había ganado a pulso, le decía su madre: “Que no sé yo para qué hace falta tanta tontería. Pero bueno, aquí o entras por el aro o nanai”, era la cantinelade su madre cada jueves.

La niña no sabía a qué veníanesas quejas, porque ella se lo había pasado muy bien. Cada jueves, Natacha preparaba para ella y sus amigos un menú distinto: una película, unos juegos, una reunión en el parque bajo los árboles, un ratito de silencio con música de fondo…

Y luego estaban las celebraciones con Chema, que era “superenrollado”. “Se dice padre José María. Un respetito es muy bonito, Ana”, insistía su madre. Ella le decía que sí, pero no pensaba cambiarle el nombre a Chema a estas alturas, ni dejar de saltarle al cuello para darle un beso así de grande. Últimamente, Chema le decía que mejor lo de los besos, no. Que pasaban cosas feas por ahí con otros curas y que ya lo entendería cuando fuera mayor. “Pues te daré tres besos volados”, fue la solución de Ana.

Pensando en todo eso estaba la niña cuando perdió el control de su vida durante dos largas e inquietantes horas: la sentaron en una silla yuna señora muy chillona la peinó como una princesa de Frozen. Otra comenzó a maquillarla: “Tengo que ponerte muuuucho colorete, porque los focos se comen todo el color”, le dijo sin hablar con ella. “Las uñas, no”, le gritó a su hermana. “Ana, ¿quieres ser la más fea del grupo?”, le respondió. Y luego vinieron el brillo en los labios, y el cancán, y unos zapatos con tacón, y unos guantes, y un traje que no le dejaba respirar, y una diadema que se le clavaba en la cabeza. “¿Quieres ser la más fea? ¿Quieres cargarte estedíatanbonitopor un pequeño dolor? Anda, no seas quejica”.

Sin saber cómo, todo acabó y allí estaba ella. A la puerta de la iglesia, haciendo una fila con otros 14 niños y niñas, todas maquilladas como puertas, sin moverse apenas para que no se les claven los cancanes y las diademas, y para no ser la más fea del grupo, y para no cargarse “estedíatanbonito” por un pequeño dolor.
Menos mal que allí estaban Natacha y Chema. Ellos le habían dicho que el día de su primera comunión tenía que ser el más feliz, que todos estarían muy contentos, sonriendo todo el rato. Pero Chema y Natacha parecían tristes, no sonreían. Y miraban al grupo como si no conocieran a nadie, como si ellos no fueran los niños a los que les habían enseñado a rezar y a desear comulgar por primera vez.

“Vamos, Natacha, hay que empezar”. “Pues cambia de cara, Chema, que parece que estás en un entierro”. “Ya. Es que cada vez me cuesta más aceptar que los padres se carguen al Dios de estos niños con tanta parafernalia, que lo hayan matado y enterrado bajo maquillajes y tonterías. Vamos, acabemos con esto cuanto antes. Quizá en su segunda comunión logremos arreglarlo…”, dijo Chema, que cruzó brevemente su mirada con la de Ana y vio como la pequeña le lanzaba tres besos volados, aunque un poco ortopédicos, como si le molestara algo en la cabeza. “Nos ponemos en pie”, dijo el monitor de la celebración.
@karmelojph

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