Capital mundial del estornudo

De este viaje no le he dicho nada a Carmelo Rivero, pues capaz es de mandarme un mensajero a Madrid con un recado. Y es que estoy en Madrid estos días, en un viaje relámpago, o en un viaje trueno, de tanta tormenta como observo.

Lo cierto es que ahora viven en Madrid, alternándose con Caracas y Miami, dos buenos amigos, un benefactor llamado Herman y un escritor, colega también del periodismo, llamado Doménico. No voy a decir sus apellidos para no complicarlos en estas andanzas que cuento.

Lo cierto es que me convencieron para que viniera a España a ver los toros. Los odio desde chico: me enseñaron, casi desde que nací, a amarlos, a mirar las escenas de Goya y otras estampas folclóricas y crueles, y ya nunca pude ver toros en mi vida.

Pero ellos, Herman y Doménico, que me conocen bien, desconocen por completo este disgusto mío por lo que aquí, desconozco por qué, se llama La Fiesta Nacional. Siempre creí que la fiesta nacional eran las tapas y la siesta, pero resulta que son los toros. Ellos sabrán.

Lo cierto es que me trajeron a Madrid, yo tenía ganas de venir, aproveché que Carmelo no me encarga sino seguimientos secretos sobre internet y esas mandangas, y vine a estar con esos amigos míos, estrafalarios señores. Y aquí estoy, hasta mañana, cuando espero escapar de esta capital mundial del estornudo.

A estos amigos no se les ocurrió otra cosa que llevarme al Retiro, a la Feria del Libro de Madrid, donde recogen kilos de polen por kilómetro cuadrado. Leí en algún lado que a alguien se le ha ocurrido poner estos días una farmacia de pago, no de copago, en medio del parque para abastecer de remedios a los que viven estos días ahí dentro y estornudando.

Cierto es que no es lo único que he hecho, pero lo hice, entré en la feria pudiendo haber ido, ay, a Las Ventas, a ver los toros, pues allí se pasa miedo (por el toro y por el torero), pero no se pasa uno el día y la noche estornudando.

El polen es una maldición de la primavera; un colega colombiano tiene un libro cuyo título me fascina, que todos los años convierto en un eslogan: Al diablo la maldita primavera. No trae sino enfermedades y picores, sirve tan solo para las tarjetas postales. Pero, como las tarjetas postales de las playas, esos paisajes idílicos de la estación no reproducen ni los aromas ni las humedades ni los efectos maliciosos del maldito excremento primaveral.

Para aliviarme me llevaron a la presentación de un libro, de un autor paisano de Carmelo, un canario que tiene la voz de flauta y de cuyo nombre tampoco voy a hacerme eco aquí, pues está más visto (me dicen) que el tebeo. Y ahí me alivié de tanta primavera…, pero no de tanto canario: allí me preguntaban por Carmelo como si yo lo hubiera parido.

Ahora voy a emprender regreso, con tos y con tosferina y con fiebre y con unas ganas enormes de sonarme a cada instante. Odio esta sensación, esta invasión de estornudos, que están acabando con mi paciencia y con mi tolerancia a la simple palabra primavera. ¡Es necesario iniciar una cruzada contra la primavera, un peligro mayor que el de la demagogia que cruza de parte a parte las geografías de América, de Europa y del Retiro!

¡Y los canarios, que tan orgullosos se muestran de que a su clima lo llamen la primavera eterna! ¡Serán presumidos!

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