Centralismo, dictadura y división provincial

Quiérese decir que seguimos en pañales en la cuna del Estado de las Autonomías mientras otras ya alcanzaron la mayoría de edad

Y qué celebramos este Día de Canarias? Desde vencer los miedos que ya no tienen sentido, como aquel pleito insular que resultaba hasta jocoso carnavaleando y era una piedra de molienda para la jodienda de esta tierra mal avenida, hasta la continua supuración de la misma llaga de siempre -la envidia intravenosa que nos corroe-, hay muchas cosas que convendría aflorar bajo el axioma de los psiquiatras que aconsejan limpiar la sentina expulsando el veneno, verbalizando los odios. Así, el cainismo -nuestro sentimiento autodestructivo más poderoso- o el adanismo -la tentación de fundarlo todo a cada nuevo mandamás, tirando por tierra lo que hicieron otros antes, etcétera-, o tantos ismos o istmos que padecemos en la desesperación de estirar las islas hasta algún continente que nos adopte y apadrine.

Entonces, ¿qué celebramos este 30 de mayo, Día de Canarias? Como tantas otras efemérides que se han ido desnaturalizando en la inercia o el afán comercial -de los que no escapa ni el Día de la Madre-, nos abocamos al día de la patria chica con el desinterés del Primero de Mayo sin la vitalidad sindical de otros tiempos. Y uno cobra conciencia del naufragio de las bodas de la autonomía entre dos islas mayores, dos provincias, dos Canarias conceptualmente distintas, a la luz de este aniversario sombrío del día que se constituyó el Parlamento. La indiferencia en cada nueva ocasión como ahora nos interroga acerca de qué hemos hecho mal para merecernos esta apatía sobre nuestra identidad elemental. Es un tema que le trae sin cuidado al grueso de nuestra sociedad. ¿El Día de Canarias? ¿Y qué?
Hubo un tiempo en que estas cosas se despachaban jerónimamente -como acuñara el poeta Manolo Padorno-, porque había una asociación de ideas entre la Autonomía y su mentor, Jerónimo Saavedra, que invocaba aquella máxima, Canarias es posible. Los años felices de Adán Martín -que se retiraba de la política hace diez años- dejaron a sus paisanos una tarea para la posteridad: el más famoso legado que guardan los archivos históricos de la Autonomía entre sus asignaturas pendientes, o sea, el Eje Transinsular -pensó también llamarlo Transcanarias-, que todo el mundo dice qué genial pero nadie mueve un dedo para hacer posible, como plantea, la unidad de los canarios por tierra, mar y aire.

Quiérese decir que seguimos en pañales en la cuna del Estado de las Autonomías mientras otras ya alcanzaron la mayoría de edad. Hubo, es cierto, temores que abortaron que esta fuera una autonomía histórica, mediante su referéndum correspondiente -se presentía una alta abstención que habría dado alas a los independentistas que la alentaban-. Y no es menos verdad que, si bien el pleito decayó por la propia pereza que el autogobierno suscita en sí mismo, no hemos dejado de autoflagelarnos el poco ego que nos iba quedando, de cuando, al menos, nos mirábamos el ombligo. Ya, ni eso. ¿Qué hemos hecho de nosotros en estos casi 35 años de autogobierno? Cuando la Autonomía era una ensoñación que movilizaba a los más osados en las estancias del Colegio Mayor San Fernando y de la Universidad de La Laguna, uno ignoraba que el hastío político existía y que llegaría un día de mayo en que estaríamos diciéndonos qué hacer este Día de Canarias, ahora que la Autonomía es un hecho y un derecho de una generación entera de canarios que nacieron en los años 80 y desconocen que no siempre fue así, que antes hubo centralismo, dictadura y división provincial.

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