El espíritu de Zuckerberg

Si algo tenemos claro es que nada ya es evidente. Acaso el signo del nuevo tiempo -sin ponernos demasiado teóricos- es que todo lo que dábamos por sentado en realidad está patas arriba

Si algo tenemos claro es que nada ya es evidente. Acaso el signo del nuevo tiempo -sin ponernos demasiado teóricos- es que todo lo que dábamos por sentado en realidad está patas arriba. Y esta inestabilidad crónica es lo que define esa provisionalidad de un estilo de vida que se ha ido abriendo paso, y yo diría que ya se ha impuesto. Muestras recurrentes de lo que digo son, desde luego, los referéndums y elecciones -incluidas, las primarias del PSOE- más recientes. Pero, fuera del estadio político, se juega con la misma impronta en todos los órdenes de la sociedad. A tal punto se ha vuelto un síntoma constante, que damos crédito sin querer y otorgamos de antemano un éxito potencial a todo aquel que rompa con lo establecido y ponga sobre la mesa una idea atrevida, una empresa, un partido nuevos. Macron es el último ejemplo del panel. Lo viejo y preestablecido cansa, como si en efecto nuestras neuronas sociológicamente se hubieran colapsado, y lo nuevo y disruptivo encendiera la imaginación y nos fascinara.

Todo este fenómeno social preceptivo comenzó con Internet, hace unas pocas décadas. Es algo nuevo que ya empieza a hacerse viejo. El ritmo de caducidad de nuestra cibercultura contemporánea es vertiginoso. Mientras medito sobre esto, me digo que algunos cimientos del antiguo régimen -la quizá vetusta, pero sólida cultura de la antigüedad de nuestra infancia- resurjan cualquier día con fuerza reclamando la consistencia de sus fundamentos. Pero lo que hoy consumimos -a la velocidad de un clic- es esto: una cultura evanescente, que se dilata y estira como un chicle con infinitas propiedades. Una manera de ser y pensar que no es la de nuestros padres o abuelos; que es algo ni siquiera de ayer -de hace cuarenta años, como solíamos medir las cosas-, sino de ahora mismo.

Hoy, ayer y mañana se han juntado en un solo instante. Y esta es la nueva disposición de las cosas, nos guste o no. Los continuos sobresaltos de los gobiernos, líderes, inventos, empresas, partidos, ideas, conceptos, nombres…, fijan una norma de estilo, que para unos (Zygmunt Bauman) se caracteriza por la liquidez, o acaso vamos viendo que se corresponde más con la idea del aire, de lo más intangible y efímero. Todo a todas horas salta por los aires. Eso me parece que va a cobrar cuerpo tarde o temprano, el aire como el estado físico de algo que no es nada. Leo con mucho interés todo lo que piensa y dice ese joven intrépido de la nueva cultura a la que me refiero, Mark Zuckerberg, y lo que, con él, vienen sosteniendo otros profetas de este novedoso mundo que se nos cayó encima de improviso. Y lo último que comentan es, precisamente, el papel del aire.

El espacio como tablet. Y la muerte del móvil a la vuelta de la esquina, sustituido, probablemente, por unas gafas o unas lentes de contacto y la voz. Y, una vez desaparecido el aparato formalmente -el smartphone- nos quedaríamos con el sueño de Hawking hecho realidad: la mente dirigiendo el teclado virtual sin necesidad de mover un dedo. Estas fantasmagorías vienen caminando a pasos agigantados. Hablan de cinco o, a lo sumo, diez años para que desaparezca el teléfono móvil, que nos parecía un fetiche duradero -el invento del siglo XXI-, y ya nos anuncian un nuevo salto en el vacío, con la llegada de un mundo espectral de hologramas tomando café y conversando en lugares remotos sin moverte de tu casa o de tu oficina. Veremos en qué queda todo esto. Pero antes tenemos que decidir qué hacer con nuestro día a día, mientras todo está patas arriba -como decíamos- y, de pronto, es como si todos los calderos estuvieran al fuego. Desde que no vivimos en un mundo como Dios manda, sino en un pandemónium donde mandan las sombras -nunca tan cierta la idea de que todo parece estar a punto de estallar-, estos seres chiquititos y enormes que somos
-insignificantes por separado, pero ingentes y veloces en nuestra particular nave de internet recorriendo los ciberespacios a golpe de tuit como el hombre más poderoso ya se encarga de demostrar agazapado en las estancias de su casa blanca-, nos desayunamos cada día con la certeza de que no sabemos nada, a dónde vamos, que nos pasa y qué va a ser de nosotros y nuestras familias.

¿Ha estado la sociedad alguna vez tan desamparada y desprovista? Los que tenemos hijos saludamos el progreso y le tememos. Entre las reflexiones que Zuckerberg deslizó en Harvard esta semana sobre el hombre moderno, se preguntó qué falla en el modelo de sociedad que nos hemos dado para que alguien como él se haga multimillonario en diez años y a otros jóvenes con talento nadie les abra la puerta. Que debemos repensar la democracia y los métodos de igualdad de oportunidades es un hecho incuestionable; que esa democracia será cada vez más participativa y fértil, toda vez que la tecnología nos hará más autogobernables, resulta cada vez más cierto y deseable. Pero me pregunto si las comunidades que el rey de Facebook trata de fomentar para que la sociedad avance harán de un paisito insular un lugar más abierto y amable.

Nuestro mal endémico es la soledad que nos demoniza, porque no hemos acertado a gestionarla con espíritu solidario: estamos lejos y mal avenidos. Si el formato de sociedad que viene hace posible que un canario -mi hijo- se sienta en verdad ciudadano del mundo y no tenga que rendirle cuentas al tiranozuelo de turno que se adueñe de su tribu, sino que transite y viaje riéndose del mediocre gobernante ocasional, pues su destino y razón de ser está en su mente creativa y en el espacio que recorre con la técnica que le asiste, es posible que las generaciones venideras serán más felices y libres.

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