El gran apagón del wasap

Las postales han quedado relegadas a fetiches de coleccionistas; conservan su fama de pausa en el tiempo, congelan instantes, paisajes y recuerdos que quedaron plasmados en su reverso

Algunas costumbres van desapareciendo, como la tertulia y la correspondencia, reducidas al wasap. Las postales han quedado relegadas a fetiches de coleccionistas; conservan su fama de pausa en el tiempo, congelan instantes, paisajes y recuerdos que quedaron plasmados en su reverso. Pero no hemos perdido el gusto por contarnos lo que hacemos y a dónde vamos. Es falso que hayamos retrocedido en el hábito epistolar y su estela de nostalgia. La gente ha seguido enviándose emails. Lo que pasa es que la carta se ha tornado telegráfica como hubiera deseado Augusto Monterroso en su escalada de brevedad, y se prefiere el wasap, que es una pista donde todos corretean y se agrupan en foros multitudinarios, hasta constituirse en cauces mediáticos paralelos a la prensa y a la alternativa digital.

Todo apunta, de pronto, a que hubo, en efecto, un big bang de la información y se han formado muchos universos mediáticos paralelos. Uno de ellos es el wasap; otro Twitter. Otro Google. Y está Facebook, con su dios querubín de camiseta gris. ¿Habrá otros universos por descubrir en el entramado de esta cosmovisión, desde que el hombre penetró en Internet y dejó atrás el planeta Gutemberg, como si hubiera salido de la Tierra? Se trata de una aventura sin límites que abarca mitos y miedos que nos acompañan desde el primer día. La odisea espacial de internet se nutre de un estímulo primigenio: el afán del hombre por desvelar y conquistar mundos distintos. Nada comparable a internet había venido en cinco siglos a avivarnos ese instinto. Y eso que internet -esta ilusión encerrada en una caja de sueños que alguien, de cuando en cuando, destapa- apenas cumplirá 50 años en 2019, y lleva poco más de dos décadas como fenómeno mundial.

A veces he tenido la tentación de responder a un teléfono imaginario que cuelga de la pared cuando me suena el móvil. Eran objetos toscos y pesados, con la levedad de la manera de conversar de entonces que era cosa de funámbulos, donde todos estábamos al otro lado del hilo telefónico. El teléfono móvil que uso hoy es todos los mundos (de la comunicación) en uno. La radio está irreconocible; los niños del siglo pasado la escuchaban mirando a grandes receptores situados en un lugar preferente de la casa. Y aunque permanece físicamente el televisor frente al sofá, en una lucha de roles casi extemporánea entre la máquina y el espectador, lo cierto es que la televisión donde está es en el bolsillo.

Los nuevos soportes del siglo leen y visualizan, escuchan y escriben y, por último, compran y venden en el gran supermercado del comercio digital. En menos de treinta años, nos han reseteado y ya somos este ciborg, mitad hombre mitad teléfono móvil, conectado a internet.

Un joven periodista me comenta que su único medio de comunicación es el wasap, donde centenares de usuarios chatean en grupo y bombardean con noticias a su comunidad, sin darle tiempo ni ganas a consultar siquiera una página web. El estilo de vida de las tribus modernas observa normas de nuevo cuño que secundan poblaciones enteras de acólitos encantados de conocerse. La vida, entonces, gira alrededor del móvil como tótem del nuevo hábitat cultural. Atrás quedaron nuestras simpatías paternales por la entrañable mascota del Tamagotchi de los años 90. El móvil gobierna nuestras vidas y el mundo,y todo empezó antes de ayer con el Motorola, famoso porque Txiki Benegas dijo por él que Felipe González era dios.

Detrás de cada aplicación hay una militancia ingente de ejércitos de nativos correligionarios interrelacionándose. Mi interlocutor es un claro exponente del nuevo homo sapiens sapiens digital, la generación treintañera que nació en el apogeo de las nuevas tecnologías y jugaba en la cuna con móviles y tablets. Nosotros, los llamados inmigrantes digitales, de la segunda mitad del siglo pasado, no podemos quejarnos de haber estado en el palco viendo el espectáculo hasta acabar siendo actores del mismo.

Medito en voz alta los sobresaltos electorales y nuevos signos de cambio cultural. Es quitarnos el velo de la web de los ojos para ver claro que no ha sido la crisis la única espoleta de este espasmo. A un pensamiento analógico obsoleto ha sucedido en apenas treinta años un concepto digital nuevo de vida. No existe un cuerpo electoral con una mente común ordenada en diferencias meramente ideológicas. Nadie sabe lo que nadie piensa a votar; son gente que se informa por sí misma en el círculo cerrado de su grupo de wasap. Y el monstruo sufre ciberataques, con sus propias armas. Tratemos de entender humildemente a ese monstruo en su ciencia ficción, que va siendo la más real de todas.

El Big Data no ignora el poder de clonación de este conversador instantáneo, que conforma plataformas de intereses y cotilleos, cuales grupos de presión, al estilo de aquellas pandillas de la adolescencia, que se regulaban por el instinto de verse, salir y tomar copas. El modelo ha elegido sus líderes y fans, y estas micro y macro civilizaciones celulares tienen sus códigos de comportamiento. El miércoles, cuando el servicio de wasap sufrió una caída ecuménica de un par de horas interminables, supimos que hay un abismo cerca, y fuimos conscientes de la fuerte dependencia que hemos contraído con el móvil y el wasap, partes funcionales de una identidad civilizatoria. El invento que dé el siguiente salto de la comunicación traerá resuelto este Talón de Aquiles, la fragilidad casi humana del sistema que se nos reveló este miércoles al apagarse. El día que Internet se caiga y deje de operar bajo los efectos de un virus universal, la gente saldrá a la calle enloquecida y ¿cuántos volverán a su sano juicio?

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