La fe sin fe

Entre lo más complicado para un cristiano está explicar a otros por qué cree. Es la misma angustia que siento cuando me preguntan por qué elegí ser cura. Bueno, no es exactamente angustia, sino la lúcida seguridad de que nunca lograré expresar con palabras mi certeza de que Dios me ha elegido para esto.

Es eso, incapacidad personal, y también un poco de vértigo. Porque no quiero que nadie quede defraudado de Dios por culpa de mi torpeza para dar razón de mi fe. Y porque es un tema demasiado mío, íntimamente mío. No es que no lo quiera compartir, sino que la experiencia es tan extrema, que me cuesta arriesgarme a que sea minusvalorada, malentendida, menospreciada.

Lo reconozco, soy un inútil cuando se trata de hablar de mi vivencia de la fe y de mi peregrinaje sacerdotal. El alivio me llega al constatar que este temblor mío es tan antiguo como la Iglesia misma, como la fe en Jesucristo.

En las lecturas de este domingo, el primer Papa, Pedro, anima a los creyentes a superar esta torpeza que compartimos para hablar de lo verdaderamente grande: “Glorificad a Cristo en vuestros corazones, dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza; pero con delicadeza y con respeto”.

Entre líneas se lee un reproche a los charlatanes de la fe, esas chicharras que sueltan por la boca el catecismo entero si hace falta cuando lo que en realidad le piden sus hermanos es que compartan con ellos el porqué de su esperanza. Esta suerte de predicadores vacíos hace daño a la Iglesia y a la fe: la gente percibe enseguida quién está recitando una lección y quién está abriéndose el corazón de par en par para enseñarlo. Testigos a corazón abierto, ésos son los imprescindibles, y no siempre los colocamos en primera fila.

Cuidar una experiencia serena de Dios es la única vacuna contra las palabras vacías, contra la fe sin fe. Yo creo que el mundo necesita conocernos por dentro: saber de nuestras debilidades, nuestros temores, nuestros empeños… para acoger entonces sin reparo nuestra grandeza, que no es otra que ser testigos de un acontecimiento: Dios se ha hecho hueco, tienda, camino para que descansemos en él. Nada más tenemos que ofrecer al mundo que nuestra experiencia de Dios.

Hablen a otros de su encuentro con Dios, propone Pedro. Pero “con delicadeza y respeto”, insiste. De entre los garrulos eclesiales, el más peligroso es el que va sembrando cruzadas por donde pasa, el presunto guerrero defensor de la fe, maestro de todo y aprendiz de nada. La audacia, tan necesaria en estos momentos para los creyentes, no está reñida con el respeto. De hecho, la capacidad de compartir, más que de enseñar, es uno de esos lugares en los que Dios habita y se regala con generosidad.

Corazón, entrañas, profundidad, experiencia es lo que necesita la Iglesia y necesita el resto de la sociedad. Nosotros podemos aportar transparencia desde una fe que vive sólo de la fe, sincera, contagiosa, provocadora. Pero cuidado con los charlatanes, su fe sin fe emborrona el rostro de Dios ante el mundo.

@karmelojph

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