El valle del castaño

Realmente hubiese tenido que llamarse “el valle de los castaños”, pues en aquel aislado lugar de aquel montañoso país perdido en un atlas geográfico inexistente, cual Shangri La, no había más que castaños, enormes masas de árboles que cada otoño depositaban ingentes cantidades de fruto a los pies de los habitantes del valle.

Realmente hubiese tenido que llamarse “el valle de los castaños”, pues en aquel aislado lugar de aquel montañoso país perdido en un atlas geográfico inexistente, cual Shangri La, no había más que castaños, enormes masas de árboles que cada otoño depositaban ingentes cantidades de fruto a los pies de los habitantes del valle. Estos habitantes eran seres normales, como usted o yo (en realidad yo no soy muy normal, pero vamos a dejar esto de momento), de una estatura también normal, pese a lo cual en el resto del país les llamaban “enanos”. Es por ello que si yo escribo “enano” en este relato, no significa que fuese un personaje de corta estatura.

Vayamos al tema principal de este cuento que es el inmenso bosque de castaños y de las personas que en él residían.

Como resulta obvio, o casi, la base de la alimentación de los enanos era la castaña. Viviendo entre montañas, con fríos glaciares tres o cuatro meses al año y otros tres o cuatro con frío a secas, no se podían cultivar naranjas ni papas, pero es que, además, los residentes del valle habían aprendido con el paso de los años a aprovechar del verde fruto hasta sus pinchos.

Fabricaban una pasta con la harina que, prensada y guardada en vasijas adecuadas, les podía durar años; la madera del árbol no hace falta decir que era la base de muchos de sus utensilios y enseres; con las hojas secas preparaban almohadas, cojines y colchones y así, todo el vegetal era aprovechado. Pero lo que nadie conocía, aparte de los enanos, era un licor destilado del fruto asado que, unido a pequeñas porciones de una extraña hierba de las montañas, daba lugar a una bebida muy especial.

Sí señor, porque los habitantes del Valle del Castaño habían descubierto la hibernación humana, nada menos. Cuando llegaban las tormentas de principios de invierno, aquellas horrorosas ventiscas que helaban hasta los basaltos de las cumbres, los lugareños se cogían una cogorza de sativina (que así llamaban a la bebida obtenida del fruto de la castaña y mezclada con las raras hierbas de las montañas), se acostaban, solos o acompañados, se tapaban bien tapaditos y ya no se despertaban hasta bien entrada la primavera.

Todo marchó bien durante siglos, pero un buen día los glaciares del norte se licuaron, los ríos y el mar aumentaron de caudal y las cumbres con eternas y blancas nieves comenzaron a mostrar el fondo de sus armarios. Es decir, para resumir, llegó el cambio climático. Ya el castaño no daba castañas en otoño, sino en pleno verano y, a lo mejor, la primavera comenzaba el tres de enero. Era un lío tremendo para los enanos pues se acostaban cuando empezaba el frío y tenían que levantarse a la semana siguiente porque ya las amapolas brotaban en las huertas. Así que tuvieron que recurrir a un sabio muy sabio, el cual ideó un aparato, conectado a Internet, que permitía saber cuándo, exactamente, se iniciaba el frío y cuando había llegado la hora de levantarse a trabajar. Una sirena (no las de mar, sino de las otras) señalaba los puntos cruciales del Tiempo.

Parecía que la cuestión estaba resuelta.

Pero ese año, en pleno invierno, el Inspector de Ambiente y Otras Lindezas del país detectó una terrible caída de la tensión eléctrica del estado e, indagando, indagando, localizó el punto clave en el Valle del Castaño. Como llegar hasta este lugar era muy difícil y más en invierno, ordenó que desconectaran aquella zona de la red eléctrica unos días mientras él pensaba como llegar allá arriba y hablar con los jefes de los enanos. Claro que no estaba enterado de que en aquellos momentos sus posibles interlocutores dormían su etílica hibernación. Por otro lado, los ritmos biológicos (los pedantes los llaman ritmos circadianos) se alteraron con el cambio climático y los enanos perdieron esa facultad suya de despertarse en el momento indicado.

Lo malo del asunto fue que el citado Inspector de Ambiente y Otras Lindezas se cayó ese día por las escaleras de su casa y, si bien no se mató, quedó en estado comatoso, por lo cual no llegó nunca a dar la contraorden de conectar la red eléctrica. Por ello la sirena no sonó ni ha sonado en el Valle del Castaño.

Los enanos se durmieron y continúan durmiendo.

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