El concierto

Hay mucha gente a la que le gusta ir a los conciertos de la llamada “música seria”

Hay mucha gente a la que le gusta ir a los conciertos de la llamada “música seria”. La verdad es que no sé por qué se le llama así. Las notas musicales, los pentagramas, las partituras, no llevan acotaciones que indiquen si allí hay que reírse o tomarse los sonidos que se escuchan muy en serio. No se trata de esas carcajadas enlatadas que nos colocan en series televisivas y que a mí, personalmente, más que hacerme reír me dan ganas de llorar. Pero bueno, a lo que íbamos, existen personas que disfrutan de ese tipo de música.

Pero, como en todo espectáculo, los individuos que ocupan los asientos también ocupan, en la escala zoológica, todos los gradientes, desde la inteligencia a la idiocia profunda. Está el que llega y, para asombro del que está a su lado, que soy yo, abre un cartapacio con unos papeles que resultan ser las partituras de lo que se va a oír en esos momentos. Y el tío acerca su dedo índice a las negras mosquitas que salpican los alambres del pentagrama y sigue la melodía que se practica abajo, en el escenario, en silencio y absoluta unión con la orquesta de turno.

Yo no llego a tanto, ni mucho menos. Me siento, me relajo, o intento relajarme, porque en ese momento la señora que se sienta a mi izquierda gira su cabeza e inicia con otra dama de la fila de atrás una interesante conversación sobre el mejor modo de guisar las acelgas. La colocación, además, es cosa en ocasiones no muy fácil, pues no sabes bien cómo poner las piernas sin darle en la calva al señor de delante. Una opción es estirar la derecha (la pierna, claro) hacía la izquierda y la izquierda (otra vez la pierna) hacía la derecha en un entrecruzamiento muscular solo apto para funámbulos y, cuando por fin lo consigues, queda el problema de los brazos: el brazo derecho habría que ubicarlo donde se apoyan normalmente los brazos derechos pero en ese lugar ahora ya descansa la acicalada mano de un obeso caballero; y el izquierdo… pues donde caiga, porque ya no queda sitio para él.

Digamos, pues que estamos relajados. Suenan los primeros compases musicales y entonces, ¡horror!, comienza un hormigueo en la zona laríngea, que va a más y por mucho que intentas tragar saliva no desaparece. Vas a toser, ¡qué vergüenza! Entonces recuerdas que llevas caramelos en el bolsillo del pantalón y realizando de nuevo una serie de movimientos audaces (y sin red protectora), sacas la golosina, respiras profundamente de cansancio por los esfuerzos realizados y por la tranquilidad de haber obtenido el objetivo señalado y comienzas a desenvolverla de su papel de celofán protector.

¿Conocen la frase “miradas asesinas”? Pues ya debería estar difunto, pues tres o cuatro cabezas giran en dirección a mi persona y me dirigen las citadas miradas. Pero la culpa no es mía, sino de los fabricantes de los caramelos, que tendrían que envolver sus dulces delicias en papeles que no hiciesen ruido y con una nota adjunta que comunicase: “Apto para llevar a conciertos de música seria”.

Un inciso: Cuando la música no es “seria” ocurre totalmente al contrario: Hay que estar prácticamente todo el tiempo dando gritos, alaridos, palmas o similares pues en caso de que no lo realices, te miran con cara rara, o te dirigen las “miradas etc.” de las que ya hemos hablado en otro momento.

Hay otras variantes que te animan en los conciertos. El señor o señora que llega en los últimos segundos y que te obliga a levantarte cuando ya habías conseguido tu postura óptima de relajación al tiempo que te pisa en el pie derecho, justo donde tienes el juanete; la persona sudorosa que se arrellana a tu lado exhalando efluvios que tu nariz no digiere; o que deja que suene su móvil en dos o tres ocasiones; o…

Una persona de mi más intima confianza me contó que una vez, en una población de Sicilia (sí, en esa isla que queda en el Mediterráneo, en la punta de la bota de Italia) una señora muy señorona, desde su palco (figúrense que señora más señorona), cogió su móvil y comenzó a platicar con la sirviente de su casa sobre la conveniencia o no de limpiar las alfombras de la sala, aprovechando que la señora tan señorona no estaba en ella. El director de la orquesta paró el concierto y comenzó a charlar a gritos, en italiano, claro, con la señora tan señorona. Lastima de idiomas, pues mis amigos no llegaron a enterarse de las lindezas que se dirigieron mutuamente.

En ocasiones, casi siempre, todo termina bien y acabas de verdad relajado y contento. Eso sí, siempre que los instrumentos musicales (por llamarles de alguna manera) no sean jaulas para pájaros y cacerolas, como me ocurrió (sic) de verdad una vez.

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