La urgencia

Creo que ya he contado en alguna ocasión las condiciones en que se desenvolvía la sanidad en mi pueblo allá por los años 60 del pasado siglo.

Creo que ya he contado en alguna ocasión las condiciones en que se desenvolvía la sanidad en mi pueblo allá por los años 60 del pasado siglo. Pocos médicos, pocos medios y, sobre todo, no ya pocos sino inexistentes lugares donde se podía desarrollar una medicina de urgencia siguiendo los cánones de Hipócrates y compañía. Las casas particulares de los galenos, sus consultas, terminaron por ser el lugar donde, definitivamente, se asistían los casos urgentes. Si se tenía a mano un coche, un vehículo o una ambulancia de la omnipresente Cruz Roja se podía solventar el caso. Otras veces los conocimientos y la necesidad obligaban a resolver la urgencia, digamos, sobre el terreno.
Situémonos en un otoño frío y lluvioso, al atardecer, casi de noche, de un día cualquiera. Un anciano (en realidad, dada mi edad actual, tendría que decir mejor que “lo que le parecía al médico un anciano”), mal trajeado, sucio, sin afeitar, con las clásicas alpargatas de esparto de la época, solo, tocó en el domicilio del galeno y solicitó su ayuda pues se había caído y le dolía la mano.

Tras un breve examen, el licenciado en Medicina y Cirugía diagnosticó una fractura de cúbito y radio desplazada, o sea de los huesos del antebrazo muy cerca de la muñeca, para que nos entendamos. Una radiografía realizada posteriormente confirmo el diagnóstico y aquí llegó el problema.
El paciente dijo que no tenía coche ni dinero para llegarse a la capital a que le resolvieran el problema y no quería tratos con la Seguridad Social. Insistió en que el médico, que le habían dicho que era muy bueno, se lo resolviera. No aclaró si la bondad era una cualidad del médico en si o se trataba de su capacidad profesional.
Así pues, se armó el médico de conocimientos y elementos dentro de sus posibilidades logísticas y, a trancas y barrancas, redujo la fractura y colocó una férula de yeso para sujetar el arreglo, aconsejando al paciente, a continuación, que lo antes posible acudiera al ambulatorio más cercano para que controlasen la evolución del proceso, pusiesen un yeso definitivo y realizaran las radiografías que valorasen el estado de la fractura y del tratamiento realizado.
Dio las gracias el señor mayor y preguntó cuales eran los honorarios del médico. Bueno, probablemente no dijo honorarios, no le pegaba en absoluto dicha palabreja, pero sí que preguntó cuánto debía.

El médico dudó. Miró al cliente, valoró su vestuario, los comentarios que había hecho desde que llegó y pidió que le pagase las radiografías, nada más.
Hay que suponer que el doctor estaba por demás influido, (era un romántico incurable) por el ambiente, un tanto tétrico de la noche, la llovizna y la figura que tenía delante.
Sin inmutarse el hombre sacó una mugrienta y vieja cartera sujeta por una tiras de goma y la abrió. Sacó lo pedido por el médico y dentro quedaron, así a vista de pájaro, un montón de billetes de alta graduación que eran mucho más dinero de lo que el profesional ganaba en un mes. O tal vez, en dos.
A todos, pienso, nos han engañado y timado más de una vez. Esta vez le toco al doctor que, al día siguiente habló con alguien que vivía en el barrio del lesionado (pues le había hecho la historia correspondiente con su filiación y domicilio) y preguntó, sin aclarar el porqué, sobre la economía de fulanito de tal.
La contestación deprimió aún más a nuestro protagonista:
“¿Ese? Ese hombre es dueño de medio barrio, donde posee dos o tres casas y unas fincas contiguas a ellas”

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