Las flores del eucalipto

Allá, entre los árboles del bosque, cerca de las cumbres donde los alisios dejan su húmeda carga, escondida y sucia, estaba la casa

Allá, entre los árboles del bosque, cerca de las cumbres donde los alisios dejan su húmeda carga, escondida y sucia, estaba la casa. Mejor sería decir que allí estaba lo que quedaba de ella, ya que el tiempo y el despreciativo olvido del hombre la habían convertido en una ruina. Paredes desconchadas o caídas, sin puertas ni ventanas, abierta a las inclemencias del tiempo y de los seres humanos, la casa agonizaba.

En un pequeño patio interior, tal vez podríamos llamarlo jardín, se elevaba un esbelto eucalipto, que aún imponía respeto a los jóvenes y flexibles laureles que le rodeaban.

El mayor orgullo del árbol, del eucalipto, eran sus escasas pero bellas flores rojas. Sus ancestros, que viven al otro lado del mundo en una gran isla, casi carecen de ellas pues se las comen unos tragones, a la par que dormilones y pequeños marsupiales a los que la gente denomina “ositos de peluche”.

Así pues, nuestro vegetal amigo rodeó a sus pimpollos con gran cuidado de hojas que les cubrieran para que pasaran desapercibidas al tiempo que les protegieran de las heladas nocturnas; o las mostraba al sol cuando éste, encendido, brillaba en el cielo, para que ellas tomasen la esencia escondida en la luz.

Pocos seres vivos pasaban por allí y escasos animalillos del bosque se atrevían a trepar por su tronco para estropearlas. Afortunadamente, los más peligrosos depredadores, los seres humanos, tampoco solían visitar aquel semiderruido rincón del bosque.

Sin embargo una mañana amaneció el eucalipto sin sus flores. Intervino el Señor de los Bosques ante la trágica súplica del árbol y pronto descubrió al culpable: era un ratoncito de cumbre.

La acusación era grave, muy grave. El pequeño roedor podría ser castigado severamente por tal grave delito. Él se defendió lacrimoso: “tengo a mis pequeños recién nacidos, siete nada menos, en el nido, dándole de mamar y ya mi cuerpo se resiente, pues llevo tiempo sin llevarme a la boca un buen trozo de queso blanco, de aquel que hacen en Benijos, en Benijos del Norte, no al lado de Almáciga, aclaró.

Deliberó el jurado., si bien la última palabra la poseía el señor de los Bosques. “También las flores eran pequeños vástagos del eucalipto, ratoncito, pero como entiendo que la maternidad te ofuscó, te perdono. Si bien has de tener en cuenta que las flores, cualquier flor, también es hija de un ser vivo, aunque sea un vegetal.” Y levantó la sesión.

El eucalipto quedó triste y apesadumbrado. Sin sus flores rojas le parecía que ya no tenía motivo para subsistir. Su tronco se agrietó, sus hojas se secaron y poco a poco se convirtió en un leño seco que cayó al suelo.

Sus vecinos cantaron elegías y los sauces lloraron más que nunca. Pero fue el Señor de los Bosques el que derramó tantas lágrimas que, con ellas, envolvió el tuero y lo llevó por lomas y barrancos hasta el océano, donde las corrientes amigas se encargaron de empujarlo, mar adentro, hasta el otro lado del mundo, hasta una gran isla, donde se reuniría con sus antepasados.

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