Los espacios de felicidad

De cada cual dependerá la habilidad para dotarse de un espacio acogedor donde desenvolverse y generar las condiciones favorables que den sentido a su vida

De cada cual dependerá la habilidad para dotarse de un espacio acogedor donde desenvolverse y generar las condiciones favorables que den sentido a su vida. El profesor Emilio Lledó ejerce una militancia fiel a Kant y sostiene, cada vez que se le pregunta, que el hombre es intrínsecamente bueno. Pero los hechos no hacen sino llevarle la contraria al bueno de Lledó, que es un filósofo honesto y bienpensante como lo es Adela Cortina cuando administra sus creencias insobornables sobre la ética humana. A uno y otro no cesamos de recurrir para despertar de esta pesadilla y recobrar el sentido común en la ilusa pretensión de que el arisco mundo plagado de horrores es, en realidad, un sueño, y basta con sentir que soñamos y pellizcarnos en la lectura de estos sabios para saltar a la realidad. “Estamos próximos a despertar cuando soñamos que soñamos”, decía Novalis.

Pero nada de nuestra buena voluntad sobre la bondad hereditaria parece llamada a confirmarse, dados los avatares y designios de los nuevos tiempos. Entonces, convenimos con humilde consternación en la única alternativa que nos resta: crear espacios de felicidad. El propósito es bien simple y viable. Consiste en regresar a la esencia de uno mismo, a los peldaños más inmediatos de la escalera del día a día. Andar con cuatro verdades en los bolsillos y agarrarse a ellas como cuatro salvavidas.

Los espacios de felicidad son como las pastillas solidarias que se venden en las farmacias de la filantropía. Uno va y decide que le gustaría levantarse con buen pie y ejecutar los pequeños deseos que le hagan soportable la existencia en la jungla, y, más aun, que se la hagan confortable. Cosas simples que pasan preferentemente, me dijo ayer mi hijo con estas palabras, que asegura haber oído en alguna parte, consciente de qué significan a los seis años. Él practica sin saberlo, como a menudo hacen los niños, esta majadería mía de los espacios de felicidad. Se levanta, va al colegio, juega con los amigos, tontea con el spinner entre los dedos, corre, disfruta con lo que ve y toca, cuida insectos que rescata en los jardines, dibuja porque le parece lo más natural del mundo delante de un papel… Yo escribía a esa edad mis primeros versos. O sea que medio siglo después que mi hijo vuelvo a los orígenes, a las cosas sencillas de andar por casa, para hacer llevadera la rutina consuetudinaria. ¿Te gusta leer? Lee ese libro sin pérdida de tiempo. Toma el café a tu hora favorita con deleite, colecciona momentos de remanso: pasea, llama al amigo y conversa, viaja al destino que eliges porque te va la vida en ello si no lo haces sin más dilación… Los espacios de felicidad son de consumo privado o colectivo, pero su éxito depende de que satisfaga deseos puntuales de tu baúl particular de querencias.

Mi padre, alojado en Santa Cruz en su residencia entre mayores con los que apenas interactúa porque nunca fue su fuerte, considera un acto sublime de placer compartir un rato con sus seres queridos, degustar un pastel como un niño y sonreír con las cabriolas del nieto. Pregunta cosas que corrresponden a la actualidad o al pasado más remoto, sin orden ni concierto, o las inventa, pero no se plantea ningún interrogante de imposible respuesta. A los 90 años todo le importa un bledo, y le agrada la irreverencia de sus pensamientos. Es feliz con lo menos. Pasaron los años en que deseaba siempre más. Lo recuerdo cuando era niño enfrascado en el conflicto con su mala estrella. Era incapaz de ser feliz con lo que más tenía: la salud. Y la familia.

La felicidad es una quimera si se aborda con demasiada ambición. Pero es perfectamente factible si se convierte como un niño o un anciano en la sencilla ceremonia habitual de un acto vulgar y corriente.

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