Saramago y siete años de naufragio

La vida sin Saramago estos siete últimos años está siendo un camino hacia ninguna parte, donde no sabemos si nos aguarda el paraíso del infierno o el infierno del paraíso

La vida sin Saramago estos siete últimos años está siendo un camino hacia ninguna parte, donde no sabemos si nos aguarda el paraíso del infierno o el infierno del paraíso. Sí estamos persuadidos de que será un salto en el vacío, un cambio radical, porque ya no existen las transiciones. Los relojes se saltan las horas; los almanaques, las hojas, y no es tiempo, sino otra cosa, lo que amenaza con acabar con todo y con todos nosotros. Algunos sucesos acaecidos en este septenio se los escuchamos o leímos barruntar al escritor portugués afincado en Lanzarote, que era o habían hecho de él –como me dijo en su casa de Tías cuando lo entrevisté al publicar Ensayo sobre la ceguera- una especie de gurú sin querer.

Saramago era extrovertido dentro de una apariencia tímida y tenía el sentido del humor reseco de aquel catalán Eugenio. Loly Palliser –amiga y confidente de él y Pilar del Río- cuenta escenas domésticas del Nobel portugués que rebaten su fama de hosco y contrariado. En una cafetería de Madrid, se incorporó, ya de noche, a la tertulia que manteníamos con Juan Cruz antes de irnos a acostar, y traía cara de ironía. Le asomaba a menudo y se salía con ella de la celebridad, como le asomaban la niñez de Azinhaga y cierto pasotismo que me recordaba a aquel otro falso taciturno que era José Luis Sampedro, dos coetáneos lúcidos con una misma querencia insular por Canarias. Pero cuando hablaba del mundo, del quehacer y qué hacer del mundo, y del hombre, del hombre que se deshacía a pedazos, Saramago se ponía serio y circunspecto. Y muchos pensaban que exageraba.

Después -en tan solo siete años- hemos visto que se quedaba corto, y que lo que estaba por ocurrirnos superaba sus peores vaticinios con creces. Saramago no asistió a las masacres urbanas de estos camioneros demenciales, a los lobos solitarios, ni a los vídeos virales de cabezas cortadas… No le dio tiempo de ver las plagas de este apocalipsis y se perdió algunas cosas que han desbordado sus profecías. Una vez amagó con irse de Lanzarote si Canarias daba la espalda a los inmigrantes; pocos años después Europa cerraría el paso a millones de refugiados que huían de las guerras y hambrunas de Oriente Medio y África. De haber vivido estos siete años de descomposición, ¿qué no hubiera dicho y escrito? En los Cuadernos de Lanzarote trazó algunas secuencias inevitables del declive moral cívico y político que se adivinaba. A finales de aquel año 2010 en que murió llegó a nuestras manos el librito ¡Indignaos! de Stéphane Hessel, que participaba de la ética de Saramago sobre el hombre y este siglo. El siglo XX, propiamente el suyo –en el que le dieron el premio universal de las letras-, no se parecía en nada al siglo XXI. Era el siglo de la destrucción que había terminado bien, como un centauro arrepentido, mitad bélico y mitad pacifico, y con medio cuerpo de paz nos había hecho creer a miles de millones de seres humanos que el siglo XXI iba a nacer con la lección aprendida, con democracias mejores, con mayor respeto hacia los derechos humanos -cuya declaración elaboró, entre otros, el propio Hessel- , con el planeta más protegido, y que los países entablarían relaciones más cordiales. Estamos a las puertas de una guerra nuclear –según nos previenen el Papa y los exégetas de Trump y Kim Jong-un-, a las puertas del incivismo climático y del incivismo generalizado que ya se propaga por las calles de Londres y París. Vivimos en una novela de denuncia real de Saramago. Y le echo en falta. Sé que no era santo de la devoción de muchos de mis amigos, que lo consideraban pesimista y ufano. Pero yo lo admiraba con sincero asentimiento. Leía sus novelas desde la sospecha de que influirían en mi vida y me harían mejor persona.

En aquella visita a Tías, Saramago nos abrió la puerta de su casa, y nos dijo que estaba solo –Pilar viajaba-, entre libros propios y ajenos, como un volumen de fotos de Sebastiao Salgado, para el que escribía un texto; entre las paredes de su casa y las paredes de la isla. Saramago se había mimetizado con el paisaje, era parte del volcán. Y Carlos Fuentes –que lo visitó más tarde- se asombraba de la simbiosis del escritor y la isla negra, sin poder evitar él mismo contagiarse en Los años con Laura Díaz. Aunque el destino no quiso que Saramago y César Manrique se conocieran, me dio a entender que él creía que el fantasma de César sí lo había conocido, porque no se había marchado de Lanzarote, y se habían hecho amigos. Ahora que son dos fantasmas absortos pululando por la isla. Sin ninguno de los dos es más difícil comprender muchas cosas presentes. Saramago contó en Estocolmo, cuando obtuvo el Nobel, que su abuelo se despidió de los árboles de su huerto, abrazándolos uno a uno y llorando, cuando presintió que se iba a morir. César y Saramago –y su abuelo materno- amaban al hombre y la naturaleza. Ahora estamos tan decepcionados del hombre que volvemos la mirada a los árboles y los animales para que nos den sus respuestas y su ejemplo.

Ya existía Internet cuando Saramago murió un día como hoy hace siete años en Tías, pero aún no era tal el pandemónium de las redes sociales en nuestras indefensas vidas. Por ahí vino todo quizá y todo empezó de nuevo con esta desagradable reversión a un mundo salvaje. Han sido siete años vertiginosos y brutales. Ya dije que no parece obra de un tiempo corriente, sino de otra cosa que se rige por otras reglas. Y me he prometido releer al respetable escritor portugués que vivió en Lanzarote hasta su muerte. Acaso, como aquel enigmático Leonardo da Vinci, José Saramago haya dejado en sus páginas flotando algunas verdades providenciales en clave que nos salven del naufragio.

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