El tambor y la hojalata

Si fuéramos capaces de librarnos de toda esta obsesión compulsiva por el vellocino del éxito, tendríamos acaso la ventaja de reconocer otros logros recónditos condenados al olvido de la masa

Si fuéramos capaces de librarnos de toda esta obsesión compulsiva por el vellocino del éxito, tendríamos acaso la ventaja de reconocer otros logros recónditos condenados al olvido de la masa. Lo que antes se llamaba pueblo con aquella sana demagogia, ahora son followers, seguidores, internautas… en busca de éxito a la carta. Sin embargo, quizá esto dé un giro copernicano y un buen día se prestigie todo ese quehacer de bajo perfil y tenga su auge descubrir talentos de creadores discretos que sobrevivieron al diluvio de Internet.

La idolatría dejó de ser una inclinación selectiva; ahora es un modo de cultura dominante. Se adora al tótem a lo bestia. Algo que no es nuevo se ha multiplicado con la explosión de las redes sociales, que han elevado los quince minutos de gloria de Warhol a un hábito de vida cotidiana de mitomanía y narcisismo pandémicos.

La fama y el poder, que juntas constituyen una plaga, tienen métodos y medios confortables. Al éxito político le afecta sobremanera la repercusión en los medios de papel, como si tuviera amortizado el efecto tóxico de las redes, donde el daño se contrarresta porque las noticias se devoran unas a otras velozmente. El papel queda, sin interferencias, y repercute. Se discute menos si el medio es el mensaje (McLuhan), para debatir más sobre el impacto de según que soporte.

Por las razones que fuere, como tenemos dicho hasta aquí, necesitamos hitos y divos que satisfagan nuestra sed de ego. En el fondo, cabe sospechar que hay una manifestación impúdica de vanidad reprimida en todo culto a la personalidad ajena que es el karma común en la sociedad contemporánea. El deporte suele ser un buen laboratorio de los fenómenos humanos. En la masa que acude a los estadios existe esa necesidad de idolatría contagiosa que no es otra cosa que el deseo enfermizo de sentirse copartícipes del éxito de quien sobresale. Vencer esa tendencia es ir contra corriente. Se requiere una férrea dosis de modestia y estoicismo para ser fan de un club y de un deportista con la celebridad justita del barrio que pisamos sin compartir amores con ídolos y equipos nacionales, así actúen a miles de kilómetros de nuestro hogar. El éxito, ecuménico, se parece a una religión.

Y está el perdón del hincha, su indulgencia ilimitada hacia los pecados de su club y su fetiche. Así sucedió con Messi y ahora con las revelaciones sobre las trampas fiscales de Ronaldo. La sociedad hace suyos los éxitos y desgracias de sus héroes en la aldea global, pues el resto que queda es la triste monotonía de una vida prosaica de estrecheces en la mayoría de los casos. Esa tragedia de la moral ad hoc y los valores trastocados no es sino una manera de sobrevivir al fracaso personal predominante. De ahí que en las urnas no penalice la corrupción, por ejemplo. Pues el deporte y la política es un juego de triunfos y derrotas, y cada cual milita en un bando. Somos siete mil millones y pico –y pronto, mil millones más- de seres, en su mayor parte, tirando de un carro. Hasta tanto no se modifique la escala de valores –no lo ha hecho en siglos-, el éxito autoritario seguirá su curso. Pero necesitamos líderes sociales capaces de alterar la fórmula, capaces de tener éxito sin alardes de maldad, de aspirar al éxito sin cometer tropelías. Lo que en política se llama abuso de poder.

La literatura aplica de un modo no literal este mismo fenómeno. Cuando Günter Grass -ahora homenajeado en Puntallana, el pueblo palmero donde encontraba la tranquilidad guardada en secreto- confesó en Pelando la cebolla que en la adolescencia se había alistado en las SS hitlerianas, los lectores devotos del Nobel alemán sintieron el golpe bajo y gestionaron el disgusto como pudieron con el tiempo, pero el autor de El tambor de hojalata, el hombre que había guiado moralmente a generaciones de europeos, tuvo que refugiarse en Faro, en la costa portuguesa -y en La Palma-, asediado por sus detractores, que no desaprovecharon el efecto de la sombra del holocausto que cayó sobre él. Günter Grass no era Ronaldo, aunque Ronaldo tampoco haya sido un nazi confeso. Claro que los matices, que han sido abolidos, tenían la respuesta: el autor tampoco era un nazi convicto a los 17 años.

Mario Conde fue descabalgado socialmente tras sufrir la condena por sus delitos financieros. Pero durante mucho tiempo era el modelo idealizado de una era de pelotazos que fascinaba al prójimo y en los jóvenes alimentaba su ambición. Nada hay de malo en que las personas, a título individual o colectivo, se identifiquen con sus dioses penates y se reivindiquen en ellos, porque, como ya queda dicho, hay una transferencia de emociones en esta cultura del ídolo de masas en el deporte, las letras, la economía…y la política. Solo que hay otra clase de gente anónima interesante por descubrir, que parece estar fuera del cuadro.

En la nueva iconografía, la democracia y las artes se tornan más escénicas y mediáticas que nunca, más efectistas. El que no está no existe, es de hojalata. El político moderno acuña una suerte de carrera hacia el éxito que desemboca en el poder. Con las reglas actuales, la gloria puede ser efímera o prolongada. Depende del manejo de los medios y de su control. Singularmente, tiene mayor importancia la prensa de papel, depositaria de un mayor grado de credibilidad que las redes sociales,un imperio de falacias. Una de las claves para perpetuar la imagen pública es lograr por todos los medios que el medio –impreso- difunda una versión favorable. Amancio Ortega, una de las mayores fortunas del planeta, nada ha podido hacer contra quienes le afean su filantropía en papeles y tablets. En cambio, en el tutelaje de los medios escritos, el poder político se desenvuelve con habilidad, habiendo establecido una relación de dependencia por razones económicas que permite al dirigente de turno gozar de impunidad mediática.

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