por quÉ no me callo

La Gran Mojiganga

En tan solo un puñado de años han cambiado los parámetros de nuestras vidas, y esa clase de saltos radicales suelen darse de manera estrepitosa y, no obstante, pasarnos desapercibidos los hechos, ritos y personajes, como máscaras

En tan solo un puñado de años han cambiado los parámetros de nuestras vidas, y esa clase de saltos radicales suelen darse de manera estrepitosa y, no obstante, pasarnos desapercibidos los hechos, ritos y personajes, como máscaras. Ejemplos. En Europa los grandes partidos se han ido al garete. El socialismo es una fuerza testimonial en un país determinante como Francia. Macron, el Suárez francés de la vieja democracia gala y europea, encarna una suerte de híbrido de Napoleón, De Gaulle y Miterrand, pilares de toda su historia política de los dos últimos siglos. Con la imagen de la grandeur francesa crecimos toda una generación, parapetados en un país que se resistía a romper con el pasado y subirse al tren de Europa. Francia era el vagón que nos precedía, y era un vagón primordial.

Con ese vecino al lado se hizo la Transición. Y Kohl, el tótem venerable del eje alemán, era como el ídolo bondadoso de la derecha europea que profesaba un canon humanístico de reconciliación entre sus dos Alemanias y acabó tirando abajo el muro de Berlín, que era nuestra representación mítica del demonio de los dos bloques tras la Segunda Guerra Mundial. Teníamos la sensación teatral de haber venido al mundo tras lo peor y de ser parte de un nuevo mundo, por suerte, mejorado, con las deudas saldadas como tras una fiesta de grandes valores invocados por hombres de bien.

Los actores que se han ido subiendo al escenario tienen en común con aquellos, que pretenden el poder, como en un círculo artúrico vicioso en pos del Santo Grial. Pero son actores sin guion improvisando sus papeles.

Las islas son el espejo del alma de ese mundo que deambula en mitad de la noche, con las hogueras extinguidas, tras la última velada de una historia que parecía un cuento de hadas y acabó mal. Hoy, cada día que pasa, vamos teniendo una percepción mejor de lo que nos pasa, pero apenas acertamos a prever lo que nos aguarda. El pozo nos mira sin agua, con sus sombras. ¿Era imaginable que el presidente de la primera potencia quedara aislado en una cumbre del G-20 por sus predicamentos proteccionistas y toda su vesania contra al cambio climático? ¿Era de suponer que el Reino Unido se batiría en retirada y una nueva ideología euroescéptica propagara en el continente la autodestrucción de Europa para sembrar de fronteras la amalgama de países ?

En un mal sueño de Allan Poe cabría una historia así. Pero en uno de nuestros autores más precoces reconozco los ingredientes del cuento que nos compete en las páginas de El don de Vorace, sobre la Gran Mojiganga. A mediados de invierno, el pueblo sacaba los disfraces de animales del arcón; la hija del alcalde cumplió con la tradición de arrojar una flecha color zafiro de agua al fondo del pozo de la plaza y una máscara de macho cabrío para invitar al demonio de turno de entre los vecinos a participar del carnaval. El dardo, sin embargo, no tocó fondo, no se escuchó su impacto bajo el brocal y el pueblo se asustó, pero no suspendió la fiesta. El macho cabrío salió del pozo, era un diablo de buena planta (solía ser el alcalde, pero estaba demasiado gordo). Sonaron violines y chirimías y tambores de piel de lobo, y todos bailaron. Al caer la noche, se encendieron las hogueras, la hija del alcalde estaba exhausta y el diablo clavaba sus ojos en cada máscara. La última escena que describe Félix Francisco Casanova nos deja con la mosca detrás de la oreja: un viento triste atraviesa la plaza, unas sombras desdibujadas se cuelan por el agujero del pozo, se apagan los fuegos y… “amanecía el pueblo sembrado de disfraces vacíos, fue la última gran ceremonia, la auténtica Mojiganga”.

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