por qué no me callo

El sátrapa de las urnas

Si el lenguaje de los últimos dignatarios -cuyo parentesco con dignidad no deja de ser casual entre dos palabras- es el espejo donde se retratan sus actos, estemos precavidos porque la democracia está a punto de dar un giro desolador hacia otra dimensión desconocida que la aleja por completo de principios que teníamos por inmutables

Si el lenguaje de los últimos dignatarios -cuyo parentesco con dignidad no deja de ser casual entre dos palabras- es el espejo donde se retratan sus actos, estemos precavidos porque la democracia está a punto de dar un giro desolador hacia otra dimensión desconocida que la aleja por completo de principios que teníamos por inmutables. Estamos llamando democracia de un modo genérico a comportamientos que responden a un nuevo concepto herético, que hace de la política -las elecciones, los gobiernos, los parlamentos, los líderes y los partidos- una parcela por redefinir.

“Arrancaré la cabeza”, anuncia Erdogan sin cortarse un pelo respecto de quienes le dieron un golpe-autogolpe (que es otra variante por reclasificar), no satisfecho con la redada masiva que ha perpetrado con mano de hierro y ademanes de ángel exterminador. Este desgarro verbal que el siniestro presidente turco lanzó sin rodeos desde el puente del Bósforo, en el primer aniversario de la controvertida conspiración contra él, es un ejemplo gráfico del nuevo discurso en boga en los regímenes más inhóspitos dentro del universo de las democracias actuales. Erdogan, tras devorar adversarios a la carta durante estos doce meses de banquete y purga, se provoca esta vomitona con una pluma de pavo real y nos la echa encima a los ingenuos espectadores europeos de la gran velada de una degración antidemocrática viral. El género está dando demócratas de puño de hierro en las esquinas más recónditas del mundo, como si el clásico cliché de dictador se hubiera hibridado con otros modelos más homologables políticamente dando como resultado al sátrapa de las urnas. Duterte, un filipino de esta especie deleznable, admite haberse cobrado en un año en el poder a miles de personas asesinadas en su lucha despiadada contra la droga. Ya son cifras en términos de represión al socaire democrático de haber sido elegido formalmente por el pueblo. Duterte el Sucio, avisó: “Si soy presidente, abrid funerarias. Estarán repletas. Yo suministraré los cadáveres.” No hay dudas de su talante y estilo. Ética y dialéctica dándose la mano con asco.

“Detendré uno a uno a los 33 magistrados de la oposición”, proclama, por su parte Maduro, esa espléndida fuente de titulares, instalado en su trono de Miraflores queriendo imitar las huevonadas de Chávez en sus parodias más soeces (“ayer el diablo estuvo aquí, huele a azufre todavía”, dijo una vez sobre la estela de Bush en la Asamblea de Naciones Unidas en Nueva York). “Saque sus narices de Venezuela”, resuena en los oídos de Rajoy, pero es Maduro quien lo espeta. Trump es, en sí mismo, un caudal de semántica totalitaria en el corazón de una democracia en tela de juicio: persigue a inmigrantes por el color de la piel y a periodistas por el color de sus opiniones; desafía al Congreso, a la CIA y al FBI, y concluye que está investido del poder absoluto de impartir perdón a terceros y a sí mismo por los delitos que pudiera haber cometido (la trama rusa).

La democracia lo ha resistido todo; ha visto en América transformarse en dictadores a personajes soberanamente elegidos como Fujimori en Perú. Pero este es un fenómeno nuevo: se trata de una metamorfosis que deforma el lenguaje y los actos y pervierte el sufragio universal. Determinados líderes democráticamente elegidos se vuelven dictadores de facto, con un discurso intimidatorio que amedrenta al ciudadano de a pie. La democracia era el reino de la libertad y se torna en régimen de indefensión, que se extiende como una semilla mala. No vaya a ser que el cuervo negro que cruza los cielos la defeque también en nuestras islas.

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