Tomás Padrón, desde el bar Los Reyes

De Tomás Padrón parte toda una legendaria defensa de las islas que llamábamos menores y luego periféricas y que, por último, él mismo las ha acuñado en broma como islas minifalda

De Tomás Padrón parte toda una legendaria defensa de las islas que llamábamos menores y luego periféricas y que, por último, él mismo las ha acuñado en broma como islas minifalda. La mitología política canaria, que aglutina tanto a personajes inolvidables como a nefastos, cuenta, entre los primeros, con Tomás Padrón, el hijo de doña Rosa, que se quedó sola con cuatro hijos a la muerte de su marido, el primer Tomás de la saga, y que los sacó adelante a todos con la planta eléctrica, el molino de gofio y la carpintería. Tomás, piñero, me contó una vez que el motor del molino hacía una explosión cada media hora que se le quedó grabada para siempre. El hombre del que hablo llevó la luz eléctrica a su isla. Algo de eso tuvo que ver, quizá de un modo determinante, en el hecho de que, más tarde, cuando de Unelco saltó al Cabildo para combatir los radares de Malpaso, siguió creyendo que su deber era como el de un farero que abre camino al barco solitario y olvidado que amenaza perder el rumbo y desaparecer en noche cerrada. La séptima isla, que decía José Padrón Machín, se sintió siempre como ese bergantín imaginario, cada vez con menos tripulantes, expuesto al naufragio.

Hace medio siglo, Tomás Padrón apagó la planta de su casa que daba luz al pueblo entero hasta la media noche, porque ya se podía dar electricidad las 24 horas, y él personalmente fue el encargado de patearse toda la isla buscando postes y emplazamientos para las estaciones transformadores que traían el futuro. Ese peregrinaje como ingeniero técnico industrial fue el que le marcó la vida definitivamente, porque cuando se convocaron las primeras elecciones democráticas locales, alguien mencionó su nombre y le propuso en alto: “¿Te animas, Tomás?”. En el bar Los Reyes de Valverde nació de modo espontáneo la Agrupación Herreña Independiente (AHI), que iba a darle una vuelta a la isla como a un calcetín. Los campesinos se vestían de domingo y entraban por el juzgado con su DNI para avalar las siglas del partido, como marcaba la ley. Entraban, se quitaban el sombrero y firmaban. Hicieron de AHI una causa personal, como si fuera patrimonio de todos. Aún los insularismos no habían anidado en Canarias, y El Hierro patentaba un modelo de reivindicación basado en un formato sentimental que fuera del perímetro de una isla despoblada, condenada a emigrar a América, y envejecida, podía degenerar -como en ocasiones degeneró- en encono y pleito. “¿Ganamos o no?”, preguntó alguien al salir de votar en Tiñor, en Valverde. Y otro le contestó: “¡Cómo no vamos a ganar! ¿No viste que la cacharra -la urna- estaba llena?”. Muchos de aquellos vecinos sin hábito electoral daban por descontado que el único partido propiamente de la isla era AHI.

Una noche -como recuerda fielmente el propio Tomás- sacamos al ministro de Sanidad de la cama y le pusimos al teléfono al presidente del Cabildo de El Hierro, y a la semana siguiente del dúplex en Radio Club, firmaron el convenio del hospital de la isla en Madrid. Tomás gobernaba con la ira de un virrey, pero era tan indomable ante los poderes fácticos de Canarias o Madrid como receptivo y simpático con quienes le tendíamos la mano para acercarle un micrófono o darle un apretón. Se hacía querer y nos contagiaba su patriotismo numantino de rey insular. Todos hemos adoptado periodísticamente a la isla de El Hierro a lo largo de nuestras diversas trayectorias, y ha sido, sin duda, por la convicción y bonhomía de este líder de proezas incontestables como Gorona del Viento, que quiso recuperar el Meridiano Cero arrebatado por Greenwich, con la inspiración de un personaje de Umberto Eco en La isla del día de antes, y, al menos, consiguió el respaldo testimonial del Senado. No sé si Tomás ha hecho ahora la Bajada tocando el tambor que le fabricaba uno de sus hermanos, pero sé que le sigue pidiendo a la Virgen de los Reyes que le eche una mano a la islita, que siempre lo necesita. Lo echamos de menos.

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