Los que conocen al artesano Santiago Maldonado no lo tienen por un activista. Esa posición política no la defiende el joven argentino. Lo que se comparte y se interpreta correctamente es su compromiso vital, su defensa incuestionable de lo que le importa: la relación con lo ancestral y lo tangible, con la naturaleza, con la armonía que depara el vacío, lo no dominado, lo no modificado o estropeado por los hombres. Por eso hace unos meses abandonó la culta ciudad de Buenos Aires y decidió vivir en el sur, en El Bolsón, en la provincia de Río Negro, una población de unos 20.000 habitantes entre montañas, bosques, ríos y lagos.
Su plan de vida es ese. Un joven con pelo largo y barba, asentado en los valores primitivos, con escasa ropa, al sol y disfrutando de todo aquello que el medio desnudo, e insólito, y sorprendente le aporta. De manera que cuando los mapuches o araucanos (esos a los que alabó el imperialista Alonso de Ercilla en su famoso poema épico) se levantaron en el sur de Argentina, en los gélidos y desiertos dominios de la Patagonia, cuando se alzaron para reclamar las tierras, sus tierras, su legado que compró el rico italiano Luciano Benetton, Maldonado decidió. Decidió acompañarlos frente a lo que la justicia argentina había decidido: desalojarlos del área que no solo reclaman, sino que habían ocupado. Los testigos cuentan la historia de manera fidedigna. Cuando la policía con medios disuasorios, balas incluidas, acosó a los indios el 1 de agosto de este año y estos huyeron despavoridos lanzándose al río Chubut, Maldonado permaneció junto a un árbol, erguido, consciente de su actitud y consecuente, en pie, el rostro enfrentado a los que confirman la injusticia “civilizada” del expolio. Así que lo apresaron, lo apalearon y desapareció. El cuerpo del delito no se encuentra, como ha ocurrido muchas veces en su país. Santiago Maldonado pasa a engrosar la lista actual de más de 5.000 desaparecidos en esa parte del cosmos.
Pero esta desaparición es distinta. No desaparece una persona; desaparece una idea, una opción existencial y un compromiso particular a la par de meritorio. Ocurre que un Estado que dio a la historia una de las dictaduras más depravadas y sanguinarias de este planeta parece operar así: con una contundencia descomunal contra quien o quienes representan un compromiso distinto al “oficial” con el suelo y con los hombres.
Esa es la pregunta: ¿por qué no caben personas como Santiago Maldonado en este mundo?