tribuna

Encuentro, cara a cara, con un terrorista

En España padecimos décadas de terrorismo. Pero esto de ahora es un grado superlativo en la escala jerárquica del género negro del terror

En España padecimos décadas de terrorismo. Pero esto de ahora es un grado superlativo en la escala jerárquica del género negro del terror. Así como las guerras dejaron de ser convencionales. Y las crisis económicas se volvieron pandémicas y los inventos y avances ya no conocen vértigo ni medida. Todo se magnificó, llueve a espuertas, los dogmas se salieron de madre. Por eso recuerdo como un anacronismo la entrevista que le hice a un terrorista, fundador de ETA, que no tuvo reparo en contarme qué se piensa y se siente cuando se mata a otro ser humano creyendo tener una causa justificada. Viendo cómo estos hermanos Oukabir y su pandilla de petimetres se reunían por las tardes en la cancha de fútbol sala para tramar la manera de volar la Sagrada Familia y arrasar con los viandantes de las Ramblas de Barcelona, mi encuentro con Julen Madariaga -de reputada radicalidad en sus años mozos de extremista abertzale -no decae a la categoría de anécdota, pero casi. Solo le reconozco, aun con los ojos anestesiados de hoy, que me dejara estupefacto asegurando tener la conciencia en paz. Teóricamente, ya era un hombre de vuelta, el precursor de una extraña versión compasiva de ETA, que condenaba sin condenar los crímenes cometidos y pedía perdón como si esta fuera una palabra sin letras, dicha con la mirada y la boca cerrada detrás del telón del bigote. Parecía un hombre bueno con gafas de pasta y había sido uno de los padres de una banda de asesinos.

Madariaga era serio, correcto, amable, apetecía creerle, porque la indulgencia siempre asoma la primera. Dice Sami Naïr que estos atropellos masivos y su cruzada de cuchillos y machetes son producto de las guerras intestinas de Siria e Irak, y la derrota del califato en Mosul provoca una estampida de odio sin fronteras. Los jóvenes -marroquíes y de cualquier nacionalidad- son perros de presa y carne de cañón, y tardará un tiempo imprevisible en remitir esta cólera que bebe en las miserias de Oriente Próximo y el Sahel. Moussa Oukabir, uno de los hermanos abatidos en Cambrils, escribió en una cuenta virtual: “Mataría a los infieles en mi primer día como rey”. Sami Naïr me contó una vez, mientras esperábamos un taxi en la Avenida de Anaga, que la mente humana en esta carnicería no conoce de contextos, fuera una ciudad o un campo de batalla en el desierto, pues las contiendas de ahora -y la paz- se conciertan en lugares remotos por los llamados señores de la guerra en cada bando, y no es por las ideas, “sino por el dinero”. Los chicos que están matando y cayendo en su propia trampa siguen instrucciones de gerifaltes que se enriquecen a su costa. Y esta máxima diabólica cabe para todos los terrorismos por igual. A Julen Madariaga lo acusaron siempre de gerenciar el cobro de impuestos revolucionarios de ETA. Incluso, mucho tiempo después de su teórica retirada, en 2006, el juez Grande-Marlaska lo detuvo acusado de este mismo cometido. Los terrorismos, aunque disten entre ellos, se parecen no solo por la violencia. Desde que se impuso el estilo trabucaire en la vida casi bélica que llevamos, el ciudadano de a pie, todavía inadaptado a las nuevas coordenadas de su existencia, guarda silencio y miedo. Hace tiempo que el mundo resuelve sus diferencias a quemarropa. Esta es una de las etapas más negras de la tolerancia humana. Los modales de los gobernantes son los que son.

Trump despedía ayer a su asesor ultra, Steve Bannon, adalid del racismo contemporáneo contra negros y árabes, que lo aupó a la Casa Blanca. Poco antes del atentado de Barcelona, habíamos presenciado los sucesos de Charlottesville (Virginia), de supremacistas blancos contra opositores, y hubo también un atropello mortal. Unos contra otros erigen su raza y su sinrazón en escenarios distantes, pero no por motivos distintos. Persiguen borrar del mapa al otro e imponerse a la fuerza.

Así son las tripas de este siglo. Ocurre lo de Barcelona y ya uno se abstiene de llevarse las manos a la cabeza. Estamos en la orilla opuesta a la que estábamos, como un mal sueño de polos inversos, y nos va a costar un esfuerzo indecible darle la vuelta a la realidad para ponerla en su sitio. Estamos en un punto muerto.

Aquel día, cara a cara, con un etarra, recuerdo comentarle al periodista Rafa de Miguel, que me acompañó en la entrevista, qué opinaba de Madariaga. Ninguno de los dos sabía a qué atenerse, incapaces de dar un veredicto sobre la naturaleza del pensamiento de aquel hombre enigmático, que había dispuesto de la vida de otros y no nos inspiraba temor alguno. No era el abyecto Txapote, el verdugo que mató a Miguel Ángel Blanco de dos tiros en la nuca a sangre fría. Julen Madariaga era -y es ya octogenario- un personaje culto y sólido intelectualmente, que se había doctorado de Derecho en Cambridge. ¿Entonces, por qué es partidario de la violencia alguien como usted?, le pregunté con sincera incredulidad. “Porque es nuestro lenguaje, un lenguaje de signos”, contestó.

Hace diez años, ETA había roto la tregua con Zapatero mediante una furgoneta bomba en el aeropuerto de Barajas, que ocasionó la muerte de dos ecuatorianos. “Es el modo de decirle al Gobierno que no ha hecho los deberes y que vamos en serio”, me dijo. El lenguaje de signos. Había sido encausado por Franco en el proceso de Burgos y, cuando ya parecía desencantado -“ETA ha perdido su razón de ser”, dijo una vez- y respiraba cierto aroma de paz bajo el paraguas de Aralar, lo detuvieron como parte del aparato de extorsión terrorista en París. ¿Quién era realmente? Más de medio siglo después de engendrar el monstruo, sembraba la duda con mucho tacto. No recuerdo escucharle condenas explícitas a ETA durante la hora en que conversamos. Yo sabía que aquel hombre había respaldado el asesinato de Yoyes, la etarra arrepentida, muerta a manos de ETA por traición. Entender la lógica infausta del terrorismo no está al alcance de cualquiera. Comprender hasta qué punto alguien como Madariaga, formado en una prestigiosa universidad europea, puede provocarnos impresiones antagónicas bajo su aspecto campechano nos llega a incomodar, porque nos enfrenta a un dilema, que es el mismo de la vecina de Ripoll que está semana decía al periodista que algunos de los chicos que preparaban atroces atentados en Barcelona parecían en el barrio inofensivos y alegres, rufianes y pendencieros, todo a la vez.

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