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Insultos de trámite

Hace más tiempo del que quisiera tuve el gusto de tratar al profesor Juan Régulo, que unía a sus profundos conocimientos filológicos un sentido del humor y una socarronería isleña, incrementada por sus raíces palmeras

Hace más tiempo del que quisiera tuve el gusto de tratar al profesor Juan Régulo, que unía a sus profundos conocimientos filológicos un sentido del humor y una socarronería isleña, incrementada por sus raíces palmeras. Desempeñaba yo entonces la Secretaría General de la Universidad, y, en algún momento de su vida académica, el profesor Régulo se había visto abocado a ejercer la Secretaría de su Facultad, en unas circunstancias en las que imperaban en ella las intensas tensiones propias de un microcosmos como es el universitario. El profesor Régulo resumía estas tensiones cuando me relataba algunas de sus Juntas de Facultad, y, al referirse a ese punto del Orden del Día que es Asuntos de trámite, me comentaba jocosamente que se habían desarrollado los previsibles “insultos de trámite”. Pues bien, estos días he recordado la brillante -y exagerada- ocurrencia del ilustre profesor desaparecido. Una ocurrencia que, ante la situación de nuestra pobre democracia y, en particular, del desarrollo de nuestras sesiones parlamentarias, torna su carácter jocoso por uno triste que él no hubiera barruntado.

Cuando surgen los primeros Estados de Derecho y desarrollan sus Parlamentos, uno de sus principales empeños es proteger la libertad y los derechos de sus miembros, su inviolabilidad, pero, al mismo tiempo, establecer sus obligaciones y reglamentar el desarrollo de las sesiones y el debido orden en las mismas. Es lo que entonces se denominaba salvaguardar el decoro parlamentario. Si, por ejemplo, analizamos el Diario de Sesiones del Congreso desde las Cortes de Cádiz, encontramos, con pocas excepciones, un lenguaje digno y adecuado, compatible con la defensa
-incluso exaltada- de las propias convicciones. También encontramos una altura intelectual hoy muy escasa en nuestros diputados, porque entonces los políticos tenían una vida profesional fuera de la política, y no pasaban, como muchos ahora, de las Juventudes al despacho y al coche oficial, ni gestionaban millones sin haber trabajado ni gestionado nada nunca en la vida real.

Por desgracia, la actual situación parlamentaria española es muy diferente. Los antisistema valoran la instituciones tan solo como instrumentos de usar y tirar al servicio de sus intereses. Por eso, su llegada a las Cámaras ha propiciado la utilización en ellas de un lenguaje inédito, un lenguaje provocador y faltón, cuando no soez e insultante. Un lenguaje que ha obligado a la presidenta del Congreso a ordenar que determinadas expresiones no figuren en el Diario de Sesiones. Para encontrar algo semejante tendríamos que remontarnos al lenguaje de ciertos diputados del Frente Popular durante la Segunda República, aunque, afortunadamente, faltan las amenazas de muerte de entoncesm-alguna cumplida-. Esperamos -con temor- que no se cruce esa última frontera. Y que la provocación, el insulto y la agresión verbal dejen de ser de trámite en nuestras instituciones.

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