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La ciudad aburrida

Santa Cruz debe ser la ciudad más aburrida del mundo. Ni una sirena, sólo un loco que recorre las calles de mi barrio a toda velocidad, a las tres y veinte de la madrugada. Un colgado

Santa Cruz debe ser la ciudad más aburrida del mundo. Ni una sirena, sólo un loco que recorre las calles de mi barrio a toda velocidad, a las tres y veinte de la madrugada. Un colgado. No se ve gente, quizá los noctámbulos y divorciados se arrastren por los bares de copas del centro, repitiendo el mismo rollo de todas las noches y bebiendo lo mismo de todas las noches y sin comerse un rosco, como todas las noches. Con el calor, los efluvios del alcohol llevan consigo un efecto añadido: muchos llegan a sus casas a cuatro patas. Esta nuestra es la ciudad del silencio, la ciudad aburrida, la ciudad donde casi nunca pasa nada. Es mejor así, en unos momentos en que vivimos la tercera guerra mundial encubierta, sucia, sin trincheras convencionales; es una guerra de mochilas explosivas y de intolerancia, de políticos locos y de doctrinas asesinas. He escuchado una bella pieza oratoria del papa Francisco sobre los teléfonos móviles. El otro día, en Santiago de Compostela, una familia de cinco miembros que almorzaba en el Hostal de los Reyes Católicos manejaba cinco celulares, sin prestarse atención unos a otros. Me entraron ganas de hacerles una foto y de enviársela al papa Francisco, para que insistiera en su homilía. Pero, ¿para qué?, yo no soy el Guerrero del Antifaz, ya está bien de ir yo solo contra el mundo. ¿Qué me importan a mí los teléfonos móviles si el mío apenas lo uso ya: me aburre? Estoy en casa, muerto de calor, la perrita -y es muy raro- ha hecho caca en la puerta del despacho, quizá contagiada de la KK. Me he comprado esta tarde, en El Corte Inglés, la novela recientemente descubierta de Walt Whitman, Vida y aventuras de Jack Engle. La he comenzado a leer y ya no podré parar. De fondo, la ciudad aburrida.

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