El 90% de los debates públicos acaban en la papelera (o en el mar, que es lo que hoy traemos a colación), porque en las Islas se discute de modo maniqueo e intransigente, y casi siempre –de ahí ese alto porcentaje de debates estériles- con el pernicioso interés político de por medio, que no cejará en tratar de llevarse el ascua a su sardina por encima del interés general, aunque se diga justamente lo contrario, que es lo políticamente correcto.
Una de las pobrezas mentales de esta sociedad sin criterio propio es la manipulación sistemática de las ideas y hasta el control ominoso y denigrante de ámbitos sumisos de la economía, la docencia y la ciencia; esa dichosa pulsión gobernosa que todo lo somete y divide entre quienes están a favor o en contra del dogma oficial. El poder del control es tan tentador en Venezuela como en cualquier otro sitio, y solemos ver la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el propio. Así, la misma gangrena ha ido corroyendo democracias de toda laya bajo un imperio triste de mediocridad que domina la escena internacional, nacional y local, arruinando por el momento toda esperanza de catarsis.
La pereza del debate es esa, que sabemos que es un gasto innecesario de energía cíclico, una más de nuestras euforias y disforias maniáticas. Cansa ver las mismas confrontaciones con distinto collar. Ahora mismo, el poder toca a rebato en las islas porque le sacan los colores las microalgas del infierno y lo que más le disgusta es que le tiren los vertidos a la cara en mitad de las vacaciones. Los gobiernos siempre han temido en este país un Prestige. Con lo que no contaba el Gobierno de Canarias es con un simple derrame de algas, que es como una avería en la taza del váter que sale del fondo de las cloacas, porque la verdadera porquería está siempre debajo de las alfombras, como una metáfora maldita. Y no hay palabra más gráfica que la última en boca del protagonista de El coronel no tiene quien le escriba, cuando le pregunta la mujer qué comemos si pierde el gallo, y le dice: “Mierda”.
En la crisis del petróleo de la primera mitad de esta década, la controversia era fratricida; se alcanzaron extremos de ira y navajeo que descartaban toda posibilidad de consenso y de ahí la cuasi revuelta popular en las calles, y el rechazo en las encuestas a la mera mención de la palabra malvada en aquel pandemónium: petróleo -como la mierda del coronel-. Hoy proliferan con señorío las plataformas petrolíferas a la vista de todos en nuestras playas de Santa Cruz sin levantar ampollas, prueba de que la bronca se rebajó desde que Repsol levantó la caña, sus derechos quedaron extinguidos y Brufau se ganó el antipremio Canarias, el de persona non grata.
En la batalla de Vilaflor de 2002, los ánimos estaban crispados. Era una rebelión contra las torretas en toda regla porque pasaban por espacios naturales, pero, a su vez, eran una enmienda al empacho de poder, y esa copla es la misma en todas las demás carajeras de la isla. De aquellos polvos, estos lodos. Pero el poder se enroca y lo llama ruido, con su incapacidad manifiesta a la autocrítica. En las Islas cabe el cuento del volcán cuando la gente explota. Ya en 2004 los científicos protagonizaron una guerra de predicciones sobre este particular: la posibilidad de una erupción auténtica a treinta y pocos años del Teneguía, tras unos enjambres sísmicos ciertamente discordantes.
Hoy seguimos instalados en nuestro proverbial siroco insular, con brotes periódicos de verdades incómodas. Las microalgas han resucitado a la bestia. Hay voces disciplinadas que se alinean con el Gobierno a pie juntillas y sientan cátedra en la feria necia de los desmentidos rayana en el ridículo de técnicos y especialistas acólitos. El espectáculo de siempre. La política como espuma. Pero esta película ya la habíamos visto. Es un revival, un remake, un déjà vu. Hasta que las algas vuelvan a su cauce.