tribuna

Leyenda

En toda la superficie de la Tierra, donde quiera que habite el Hombre, existen cuentos y leyendas. Si se trata de lugares aislados, de pueblos o aldeas de montañas o perdidos en sabanas o llanuras, más posibilidades hay de que aparezca el mito.

En nuestro archipiélago, donde los volcanes han jugado a construir museos de rocas y a rellenar con fluidas lavas los intersticios de esas mismas piedras, no podía faltar la narración que habla de recónditos rincones y de maravillas poco vistas.

San Borondón, por ejemplo.

Pero voy a contar una experiencia propia. Siendo un niño de siete u ocho años acompañaba a mi padre en una cacería por la meseta que corona nuestra isla cuando, por circunstancias que no recuerdo, me perdí. Desolado gritaba llamando a mi progenitor al tiempo que caminaba buscándolo entre obsidianas y basaltos cuando, de pronto, me encontré al lado de una fuente, con un gran charco de agua a sus pies, donde bebían unas cuantas palomas. Un bosquecillo de sauces y un viejo cedro que se agarraba desesperadamente a unas grandes piedras, guardaban el bello rincón.

Oí entonces las voces de mi padre tras unas grandes retamas y salí corriendo en su busca. Llorando le abracé, temblando de miedo.

Volvimos al coche y echado en el asiento trasero quedé dormido. Mucho después, casi llegando a casa, desperté y le conté a mi padre lo que había encontrado.  “Debes haberlo soñado, pues por esos lugares no hay fuentes ni árboles”. Insistí y repetí que había estado en una fuente muy bonita donde bebían las palomas salvajes, pero no me creyó.

Pasaron los años. Mi padre murió y por el trabajo y otras circunstancias que no van al caso, nunca volví a la meseta a buscar la fuente desaparecida. Recordaba un gran pino aislado que señalaba el cielo desde un altozano y, casi al otro lado de la vaguada, una roca que semejaba un águila petrificada en pleno vuelo. Con esos dos detalles pensaba yo que podría encontrar el bello rincón que mis ojos de niño habían contemplado décadas atrás.

Por fin una buena mañana de invierno (también era invierno para mí por mi edad), marché en busca de aquello que estaba seguro de encontrar, para demostrar al mundo, ya que no a mi padre, que no eran sueños lo que había observado. Pero cuál no sería mi asombro y rabia cuando, muy cerca del gran pino que indicaba el cielo, hallé un murallón de piedras, lo que parecía el dique de una balsa, que me cerraba el paso.

No quedó más remedio que dar marcha atrás.

Unos días después, tomando café con unos amigos, cuando nos levantábamos para marchar, se me ocurrió comentar lo de la presa o lo que fuese que estaban construyendo allá arriba. Los contertulios me miraron con cara de asombro. “¿¡Que presa, qué balsa!? En esa zona no se está construyendo absolutamente nada. Habrás sido engañado por un espejismo”

Y se marcharon riéndose a carcajadas.

TE PUEDE INTERESAR