por qué no me callo

‘Al vent’, ‘Ja sóc aquí’ y el ‘seny’ de las palabras

El 23 de octubre de 1977, Josep Tarradellas compuso un himno en un balcón, que cuarenta años después -por estos tiempos contravenidos- coloco al lado de la letra de una canción que muchos coreábamos sin saber catalán: Al vent, de Raimon. Por razones que son difíciles de explicarse a uno mismo -cuánto más a los jóvenes desinformados que asisten a esta involución política que nos estalla en la cara esta semana-, yo recuerdo con emoción oír aquel parlamento del venerable -y molt honorable- Tarradellas, con 78 años, y en particular las palabras que luego quedaron grabadas como ese estribillo al que me refiero: “Ciutadans de Catalunya! Ja sóc aquí!”.

Ni Tarradellas ni Raimon podrían sospechar jamás la deriva de odio y cicuta que envilece la política de España estos días, al límite de una hipótesis maldita: la ruptura territorial del Estado, como si Cataluña aspirara, en términos de deicidio europeo, a encarnar un brexit extemporáneo del Estado de las Autonomías. El escaso respeto que se presta a las palabras, como reconviene Javier Marías al espectro soberanista en un artículo de El País, conspira contra quienes perpetran ese atentado a la lengua, y de ello podremos tener debida cuenta estos días en Tenerife con la presencia de Darío Villanueva, director de la RAE, y una cumbre de académicos de las dos orillas. Tarradellas nos previno ya entonces de la perversión del lenguaje y las ideas, de los riesgos de subvertir la convivencia bajo argucias sentimentales de política de bajo vientre. Y los hechos han demostrado que el cauce se ha desbordado, que aquellas aguas revueltas sobre las que el anciano exconsejero de Companys llamó a la concordia a los ciudadanos de su país ahora son presa de una tormenta irrefrenable, donde tortura o golpe de Estado terminan por no significar nada en la deformación absoluta de su mal uso desproporcionado. Es la muerte de las palabras, no de cualesquiera, sino de estas que más duelen en la memoria de españoles, catalanes o canarios. Tarradellas nos tocó la fibra sensible desde un balcón y se metió en el bolsillo con el seny de unas cuantas hermosas palabras a los suyos y a los demás. Cataluña se irguió con el adalid que volvía del exilio en son de paz.

Pero hoy no está Tarradellas, ni hay un Tarradellas en leguas. No hay estatura -medía el doble que Pujol-, sino una mediocridad política que ha arrasado con el fuselaje económico e institucional de la que, sin duda, era la comunidad más avanzada, europea, culta y vanguardista de las Españas antes y después de la República. Y cantábamos “al vent,/la cara al vent,/el cor al vent,/les mans al vent,/els ulls al vent,/al vent del món” (al viento,/ la cara al viento,/ el corazón al viento,/ las manos al viento,/al viento del mundo). Siempre sentimos cerca esas palabras (las de Raimon y Tarradellas), como si hablaran de nosotros, de nuestras compulsiones de entonces, que era un tiempo de desmentidos, de una España que resultaba ilesa tras la dictadura -incluso, tras la guerra- en lo más íntimo de sus creencias: la libertad, la democracia, el autogobierno, la pluralidad, la convivencia. Lo que ahora nos sucede y desatina es que estamos sufriendo el síndrome postraumático de una generación que acogió todos aquellos conceptos como sustancias esenciales de un cóctel que llamamos Estado de las Autonomías y que ahora no vale un carajo.

Pues resulta que unas cuantas opiniones han dado la vuelta al calcetín, y miles de seguidores convienen en pensar que no tiene sentido la cohabitación entre Cataluña y el resto de España. Y esto es lo que no nos cabe en la cabeza, porque cantábamos al vent como cantábamos “quizás porque mi niñez/sigue jugando en tu playa/y escondido tras las cañas/duerme mi primer amor”, del Mediterráneo de Serrat. Y no aceptamos que Tarradellas haya dejado de ser el político que nos ganó para una causa que, de pronto, otros, menos sabios y seguramente honestos que él, han hecho trizas sin medir las consecuencias ni las inconsecuencias de sus actos.

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