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La Cabina Telefónica de Las Salinas

Al sur de la isla, en una zona llena de deyecciones volcánicas, antiguamente se localizaban unas salinas. Era un lugar un tanto tétrico, oscuro, lleno de dunas negras de arenas lanzadas por las montañas, que se bañaban en el Atlántico. Los restos  de las salinas se podían apreciar pues de vez en cuando asomaban, entre las lavas, cubetas blanquecinas donde en un tiempo se almacenaba el agua para que dejase escurrir su sal. Ásperas colinas, también de tonos sombríos rodeaban el lugar. Y allí encontré la cabina.

Era inexplicable, pero allí estaba. Es posible que alguno de ustedes me diga que nunca la ha visto. Es posible, pues hay que cogerla desprevenida. Se mimetiza con el entorno, se camufla de tal manera que nadie la ve, a no ser que se tome un caminillo, digamos trasero, para sorprenderla. Doy fe, pues incluso en cierta ocasión la usé y efectué una llamada.

Existe una vieja carretera asfaltada que pasa casi a su lado pero que asustada, pienso, gira bruscamente en una cerradísima curva y se vuelve al sur.

La descubrí cierto día en que, angustiado y deprimido en mi soledad, paradójicamente,  busqué el aislamiento. En mi viejo coche llegué hasta la antes citada curva y allí paré y contemplé el paisaje, el cual parecía ser el que yo buscaba para olvidar mi depresión (absurdo, ya lo sé, pero así fue).

Me bajé del coche y paseé un buen rato entre médanos negros y restos de la antigua industria salinera. Mi espíritu se fue sosegando con el vagabundeo y casi sin darme cuenta tropecé con la cabina telefónica. No recordaba haberla visto anteriormente, pero ahora aparecía ante mí, la típica cabina hoy en día en vías de extinción.

Busqué en el monedero y encontré una sola moneda, de cinco céntimos. Dudé, pero finalmente abrí la portezuela, descolgué el teléfono e introduje mi dinero en la ranura correspondiente, marcando a continuación el número deseado.  Repicó el timbre y al oír su voz dije, “te quiero”, y se cortó.

Salí, respiré hondo y volví a contemplar lo que me rodeaba. Ahora me pareció hasta bello, las olas murmuraban sus letanías terminadas en burbujeantes y blancos y finales; las dunas brillaban al sol expulsando arco iris de colores; las lomas enmarcaban el conjunto como acariciando el cuadro y la paz se instauró en mi mente. La depresión había desaparecido.

Di la vuelta y allí ya no existía cabina telefónica alguna. Sólo arenas negras, muchas dunas y médanos de color oscuro que ennegrecían aún más el paisaje. Negritud solamente.

Volví por allí años después, recorrí el terreno arriba y abajo, localicé y deseché muchas veredas y sendas, pues ninguna de ellas terminaba donde yo deseaba para pillar a la cabina telefónica despistada y conseguir  volver a verla. La tarde fue tornándose noche. Comenzaron a titilar algunas estrellas e inició su carrera la Vía Láctea. Fue entonces cuando al girarme bruscamente la contemplé, allí mismo, hierática y firme, callada y erecta sobre las arenas negras.

Pero cuando me acerqué hubo una especie de destello, un relámpago zigzagueante que me deslumbró y, cuando de nuevo abrí los ojos, había desaparecido mi amiga la cabina telefónica de las salinas.

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