tribuna

¿En qué momento se jodió Canarias?

Si hace cuarenta años España hubiera tenido la mala leche que tiene hoy, habría sido incapaz de aprobar la Constitución y abrir paso a la democracia. Fueron fruto de un consenso a hachazos para desbrozar la mala hierba, pero, al fin y al cabo, consenso, que es palabra maldita en días protervos de guadaña como los que corren. En cuanto a Canarias, el problema es aún mayor, con un déficit de pluralismo inaudito, donde hay fuerzas que invocan a algún ombudsman imparcial que se apiade y les libere del embudo de las barreras electorales, como corresponde a cualquier democracia decente. ¿Por qué aquí el panorama es peor? Porque asentimos, consentimos… y apenas disentimos, aquejados de una conformidad patológica, convertidos en abuelos prematuros de los nietos de la democracia paseando cuarenta años después con la Constitución descolorida bajo el brazo sin hacernos preguntas, sin hacernos ironías, sin hacernos caso.

España y Canarias están airadas, pero con distinta intensidad. En Canarias hay más retranca y ensañamiento, la envidia se reproduce como el maracuyá, pero tiene sabor amargo. Lo áspero de la isla no es su orografía, sino algunas gentes. Y estamos en un punto de inflexión. Si nos hiciéramos la pregunta de cuánta es la calidad humana de quienes rigen nuestros destinos, tendríamos materia para hacer un tratado de psicología política sobre un territorio isleño que no rinde cuentas a nadie. España no se entera de lo que está pasando aquí abajo. Y desconcierta pensar esto con disgusto. Un exministro español mostró en un hotel de Santa Cruz su pasaporte entendiendo, de buena fe, que esto no era España, hasta que, abochornado, se excusó por el lapsus.

Asuntos elementales como la alternancia están resueltos en la España peninsular y las adendas baleares. Aquí aún no, y esta es causa mayor de males menores que se enquistan con el tiempo y abultan. El caso Grúas es paradigmático para entender el laboratorio político canario. Un partido le hace daño a su tierra si pretende mimetizarse con ella, como si fueran indisociables. En su origen, Coalición Canaria asestó un golpe de efecto certero al paisaje político dominado por los grandes partidos estatales y se plantó en medio con arrogancia calculada. Ganó adeptos, elecciones y poder, y se hizo visible y necesaria en la política de Estado. Eso está en su haber. En abril, esta formación política, sin la que no se entenderían avances innegables en una sociedad atrasada por los decenios de franquismo, cumplirá 25 años de monopolio. Un cuarto de siglo. Su prueba de fuego es superar el bacilo de la oposición y regresar vacunado al poder. En la España democrática ese test forma parte del historial clínico de todo partido de gobierno que se precie. En Estados Unidos, Francia, Alemania…, en Cataluña o el País Vasco. En Canarias aterra perder un cuarto de hora el poder. ¿Pero cómo, si no, reivindicarse como partido político con futuro?

Hoy España -y, por ende, Canarias- se ha vuelto una sociedad hostil y rencorosa que se refocila en sus talones de Aquiles, con un frágil andamiaje de país que amenaza venirse abajo aun con desgracias acaso efímeras como el procés. Canarias se toma su tiempo; es el reloj de los reinos de taifas. La pólvora de esta nación de caínes contra abeles es la mítica de dos Españas irreconciliables, lo que, traído a estas ínsulas baratarias, se traduce en pleitos y zascas, como ahora se dice, sin solución de continuidad. Hay una guerra civil de intereses por arriba y el pueblo permanece abajo ajeno. En esas élites desatadas se juega con gas sarín, se difama y aniquila. Que parezca un accidente. En Canarias están pasando cosas…

Esta es una tierra de puñaladas traperas. Tomás Padrón le regaló un naife a Olarte en su investidura para que se cuidara de los abrazos de Vergara. Ha arraigado como una seña secreta de identidad. Hay que ser de aquí para estar persuadido; afuera nos conocen por la amabilidad y el acento que ahora reconsideramos. El odio tribal es anterior a la autonomía. El dicho aseguraba que para sentirse canario había que estar lejos. Canarios los de Madrid o Venezuela; el de adentro es su peor enemigo, lo que perfecciona el axioma de Churchill. Hoy el think tank -antes sanedrín o grupo de presión- son los cuatro listos con los bolsillos llenos amos de un poder que ignoran que no es suyo ni para siempre. Y esto no es lo que queríamos hace cuarenta, ni treinta, ni veinticinco años. Esto no.

El peninsular tiene el AVE; el canario se mama el odio del vecino desde que nace hasta que muere, salvo unos cuantos jóvenes cosmopolitas que van saliéndose del tiesto. En los áticos de la sociedad se han ido formando capillas medievales, y es evidente la pérdida de libertad en el sentido constitucional de la palabra que celebraremos el 6 de diciembre, donde un nuevo vasallaje tutela a empresarios, partidos seducibles, escribanos, correveidiles y cabeceras respetables. 35 años de autonomía. Si Adán Martín levantara la cabeza…

¿En que momento se jodió Canarias? La pregunta peruana de Conversación en La Catedral, de Vargas Llosa, es pertinente. Toda una generación de paisanos no ha conocido sino un único modelo de gobierno en casi tres decenios. Los sistemas políticos que se perpetúan comparten un mismo fenotipo, propenden a tejer redes clientelares y a confundir lo público con lo privado. ¿En que momento se jodió Canarias? No echemos la culpa al pleito insular, mientras se han ido por el sumidero las relaciones humanas infectadas en el corto espacio de una isla dividida entre filias y fobias, tirios y troyanos a ojos del poder hasta hacer irrespirable el falansterio. El caso Grúas es un flemón en la máscara de lo público disfrazada de gobierno que va dejando su rastro. A los efectos de la regeneración, la ola no ha llegado aún a esta república independiente, donde los escándalos locales no suenan en las tertulias nacionales. No va a ser fácil que Canarias, roída por el comején de un trapicheo sistémico, se desintoxique de la noche a la mañana. La historia está cambiando, reza un lema de este periódico, pero no sin sus imponderables, entre ellos, una resignación ciudadana crónica. En los setenta, citando a Frantz Fanon, era el síndrome del colonizado; hoy sería del despolitizado. Informar no es fácil en Canarias tras cuarenta años de democracia y veinticinco de gobierno hegemónico. Es ella, la libertad de expresión, la que está en tela de juicio bajo el nuevo diktat que determina la política, la economía, la comunicación… en nuestro estrecho perímetro de convivencia. Canarias como caso aparte es un chollo para este modelo de imperio de poder en miniatura que fagocita las voces contrarias. Claro, preguntaron por el caso Grúas al presidente en Madrid. Es posible que la historia esté cambiando.

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