el charco hondo

Poner el acento

A riesgo de sofocar a quienes se han sentido ofendidos, resulta difícil zafarse de la tentación de preguntarse en alto. Y si a la piba no le gusta su acento, ¿qué? Ya embarcados en lo patrióticamente incorrecto, cabe una segunda vuelta. ¿Y?, ¿quién decreta que deba crucificarse a alguien por algo así? Recapitulemos. Ana Guerra, concursante de un programa de televisión, ha interrumpido la siesta de un ejército de tuiteros al comentar que su acento (canario) le parece feo. Oh. Qué horror. A la hoguera. Renegada. Mala gente. Pre-goda. Qué le corten la cabeza. Solo falta que algún ayuntamiento la declare persona non grata -pero, ojo, todo se andará-. En vez de zarandear a la concursante, perfectamente libre de sentirse cómoda o incómoda con su acento, bien podría ponerse el acento en otros flancos del episodio. Ana Guerra no ha pecado de insuficiente canariedad, sino de torpeza, y mayúscula; sabiéndose que en este tipo de formatos dependes de los votos de la comunidad autónoma de origen (recuérdese cuando se llenaban terreros para apoyar al canario de turno), el comentario denota escasas luces como estratega. Si la fiesta va de poner acentos, solidaricémonos con sus profesores de Lengua, porque su afirmación de que le gustaría hablar castellano confirma un doloroso fracaso de los docentes o, en su caso, denota notables ausencias de la alumna. Podría ponerse el acento en que históricamente el problema de los canarios no es tanto avergonzarse del acento como por hablar en público; no es un problema lingüístico, es un agujero en la autoestima que ha pasado de generación en generación, un avergonzarse que no tiene que ver con una forma de expresarse que no es ni mejor ni peor, sencillamente diferente. Inquietan más las actitudes inquisitoriales -tribales- que los gustos de una concursante. Y, si la cosa va de poner el acento, bien podrían ponerlo en un profesor que le repite con insistencia que el acento le pone.

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