tribuna

¿Qué federalismo?

He leído con respeto las ideas desarrolladas por eminentes profesores de Derecho Constitucional y Administrativo sobre la inaplazable reforma constitucional para “poner remedio” a la “crisis constitucional en la que estamos inmersos”

He leído con respeto las ideas desarrolladas por eminentes profesores de Derecho Constitucional y Administrativo sobre la inaplazable reforma constitucional para “poner remedio” a la “crisis constitucional en la que estamos inmersos”. Creo que España no padece ninguna “secular maldición” que nos haya abocado a la revolución o a golpes de Estado ante las crisis constitucionales, en lugar de encauzarlas mediante la reforma constitucional. No existe ni nunca existió dicha maldición, sino una sociedad con grandes desigualdades y una intolerancia casi genética que han impedido asentar un modelo de convivencia en el que se encaucen jurídica y pacíficamente los conflictos sociales. Creo igualmente que la reforma constitucional no llegará a buen puerto si no se ponen sobre la mesa descarnadamente todos los factores que nos han ido conduciendo a la boca del lobo.

Me detendré en uno de esos factores. El Estado de las Autonomías arranca de normas constitucionales y acuerdos políticos que fueron inevitablemente abiertos. Su perfil actual reúne los principios básicos del federalismo: distribución territorial del poder legislativo y ejecutivo entre el Estado y los entes territoriales, garantía de que la distribución de competencias no puede ser modificada unilateralmente por el Estado y existencia de un órgano de naturaleza jurisdiccional, el Tribunal Constitucional, que resuelve los conflictos de competencias interpretando jurídicamente la Constitución. El Estado autonómico, como el federalismo, tiene como finalidad primordial una voluntaria integración política y territorial, sustentada en el respeto a la diversidad y en la solidaridad. Ningún federalismo es antídoto infalible contra las tendencias centrífugas o segregacionistas. Simplemente, coexiste con ellas. Pero todos los federalismos realmente existentes en los que podemos mirarnos se han consolidado con la ayuda de normas que tienden a primar, o al menos a no castigar, a los factores de integración; ni, por supuesto, a premiar a las fuerzas disolventes.

La España de las Autonomías, paradójicamente, mantiene un sistema electoral al Congreso de los Diputados (Cámara de la que dependen la estabilidad y la acción del Gobierno) que facilita la sobrerrepresentación de los nacionalismos periféricos. Y, a la vez, penaliza a los partidos minoritarios de ámbito estatal. Esto es tan evidente que no requiere mayores consideraciones. El fracaso de la Comisión General de las Comunidades Autónomas del Senado y la debilidad de los mecanismos de coordinación y cooperación en nuestro sistema autonómico tienen mucho que ver con el rechazo de los nacionalismos vasco y catalán a la multilateralidad, a sentarse en pie de igualdad con los demás gobiernos autonómicos. Y, desde luego, con la renta de situación de que disfrutan en el Congreso. Si utilizan el Congreso como puente bilateral y obtienen abundantes ganancias presupuestarias y competenciales cada vez que hay un Gobierno estatal en minoría (1996, 2004, 2008, 2016), para qué necesitan otros órganos de coordinación. Y si no participan Euskadi y Cataluña, cualquier foro de coordinación Estado-Comunidades Autónomas nace completamente devaluado. Este sistema electoral ha estado vigente desde las primeras elecciones democráticas (1977) y fue posteriormente convalidado por la Ley Orgánica del Régimen Electoral, en desarrollo de las previsiones constitucionales. Y ha empujado al Estado autonómico en un sentido diametralmente opuesto al de los Estados federales contemporáneos. La tendencia al fortalecimiento de los órganos federales ha sido constante tanto en los Estados Unidos como en Alemania, para responder eficazmente a las crecientes demandas de la ciudadanía.

LOS FEDERALISMOS REALMENTE EXISTENTES

En los EE.UU., desde que el Tribunal Supremo proclamó el principio de los poderes implícitos (1819). Y más intensamente, cuando a mediados del siglo XX el propio Tribunal fue confirmando la constitucionalidad de algunas leyes federales que plasmaban la versión americana del Estado de Bienestar.

En Alemania, y también como consecuencia del desarrollo del Estado de bienestar, mediante el uso constante por el Parlamento federal de la cláusula de necesidad -para salvaguardar la unidad jurídica y económica de Alemania o la igualdad en las condiciones de vida de todos sus habitantes- y la aplicación de la doctrina de las competencias no escritas. Cuando los profesores proponen trasladar al Estado autonómico los mecanismos de participación de los länder alemanes en la legislación federal, las llamadas leyes de aprobación que requieren el acuerdo del Bundestag y el Bundesrat -Cámara que representa a los gobiernos de los estados miembros, prototipo para el futuro del Senado-, no hay que perder de vista que en Alemania esa participación ha funcionado como mecanismo compensador de la pérdida de competencias legislativas por parte de los länder. Que el fortalecimiento de las competencias de la Federación ha sido a costa de las de los Estados miembros es obvio. Es un proceso de suma cero: lo que gana en poder la Federación, lo pierden los Estados federados. Y el incremento del intervencionismo de los poderes públicos en la vida social y económica como consecuencia de la implantación del Estado social, ha jugado en general a favor del poder de las autoridades federales. Las dos Constituciones utilizan el “principio de atribución” para definir los objetivos/competencias de la Federación. De modo que las demás competencias corresponden a los Estados miembros (cláusula residual). Y en ambos sistemas el fortalecimiento del poder de los órganos federales ha sido el fruto de una mutación constitucional avalada jurisdiccionalmente. Es decir, sin reformas o con reformas muy puntuales de la Constitución. Por eso, cuando se habla de utilizar técnicas federales para adaptar el Estado autonómico “a esos cambios de la realidad social y política”, o para encauzar la crisis catalana, es necesario aclarar si se van a adoptar no sólo los mecanismos de reparto competencial regulados por las Constituciones de esos países, sino también los principios y cláusulas utilizados para fortalecer las competencias de los órganos legislativos y ejecutivos de la Federación, hasta convertirlos en lo que son hoy. También la construcción europea, desde los Tratados fundacionales, imitó la técnica de distribución competencial de la Constitución norteamericana. Pero también la aplicación del principio de los poderes implícitos, avalado por el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas desde 1971 (caso Comisión vs. Consejo) y paulatinamente incorporado a los tratados constitutivos (308 TCE y 352 TFUE). Y, como en los Estados Unidos, la aplicación conjunta de ambos “mecanismos” ha facilitado el desarrollo del ordenamiento jurídico europeo y de las políticas comunitarias, frente a las resistencias de los Estados miembros que acabaron instaurando el principio de subsidiariedad, como baluarte de sus maltrechas soberanías.

HACER PARTÍCIPES A LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS

A través de un Senado que represente a los gobiernos autonómicos a imagen y semejanza del Bundesrat, puede ser una buena idea. Pero en mi opinión, si y sólo si se modifica el sistema de elección al Congreso de Diputados de forma que un Gobierno que no disponga de mayoría absoluta pueda encontrar un partido de ámbito estatal con el que pactar un programa legislativo pensado para el conjunto de la ciudadanía española. Y no tenga que pasar por las horcas caudinas de las exigencias de unos nacionalismos periféricos sobrerrepresentados. Porque si la evolución que nos ha llevado hasta aquí continúa, las instituciones estatales acabarán perdiendo hasta las competencias imprescindibles para cumplir sus funciones constitucionales: principalmente, la de velar por la igualdad sustancial de los ciudadanos a lo largo y ancho del territorio español. Hasta convertir en inviable el propio Estado. De modo que, si no se efectúa esa reforma electoral, los gobiernos autonómicos de orientación nacionalista ejercerán en plenitud sus competencias, condicionarán la política, los presupuestos y la legislación estatal en el Congreso; y, además, participarán decisivamente en las principales leyes estatales a través de un Senado tipo Bundesrat.

UNA SOLA IDEA

No se trata de penalizar a los partidos del nacionalismo periférico, sino de corregir el déficit de representación que sufren partidos minoritarios de ámbito estatal (IU, UPyD, Cs…) que son imprescindibles para asegurar una gobernabilidad desde la perspectiva de los ciudadanos de toda España.

Una reforma ambiciosa de un sistema electoral, que fue en gran medida constitucionalizado para espantar nuestros fantasmas históricos, puede requerir la reforma de la Constitución. Pero una reforma más modesta, pero muy útil en el sentido propuesto, podría efectuarse mediante una simple modificación de la Ley Orgánica de Régimen Electoral General: actuando sobre el número de diputados, la representación mínima de cada circunscripción provincial y mejorando la ratio escaño/población. Y, por tanto, acercándonos al principio democrático del voto igual.

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