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Una historia de viejos amores

Una espléndida mañana de junio, tres caballeros ya un tanto mayores, paseaban por la avenida de la playa con pasos cansinos y sudorosos

Una espléndida mañana de junio, tres caballeros ya un tanto mayores, paseaban por la avenida de la playa con pasos cansinos y sudorosos. Eran nuestros viejos conocidos, Florencio, Teodoro y Daniel (como ya somos amigos les hemos eliminado el “don”) que buscaban un chiringuito a la orilla del mar para tomar el aperitivo y charlar un rato con tranquilidad. Aunque llevaban gorras (en realidad Florencio portaba un pajizo con banda azul en la que llevaba inserta una pluma de algún ave tropical) el sol agotaba y pegaba de firme por lo que, en cierto momento y de común acuerdo, decidieron sentarse un rato en un banco aún lejos de su meta final.

Daniel encontró un periódico y comenzó a hojearlo mientras los otros dos, medio agotados, resoplaban al unísono. De pronto el lector comentó:”Mira Florencio, hoy viene un relato de tu amigo el médico, hablando sobre una historia de unos escarabajos perdidos en un islote, que no entiendo nada, nadita, nada.” Florencio le quitó el diario y leyó el cuento al que hacía referencia su amigo y, tras finalizarlo, quedó como hipnotizado, mirando las olas y durante el resto de la mañana no abrió la boca.
Sus dos amigos, ya bien entrada la tarde, por fin consiguieron despertarle de su sueño y pidieron aclaraciones. Entonces nuestro amigo Florencio empezó a hablar pidiéndoles, al principio, que por favor no se rieran y que guardasen para ellos, sólo para ellos, lo que les iba a contar. Sus amigos se lo juraron y perjuraron y el veterano explicó:

“Hace muchos años me enrolé de marinero en Miami. No creo que tuviese más de 21 o 22 años y el mercante donde aparqué mi escaso equipaje iba a bordear la costa oriental de la América Central, en uno de cuyos puertos vivía mi familia y donde pensaba quedarme. Zarpó el barco y me extrañó ver llegar, minutos antes de levar anclas, una mujer, bastante joven, con una niña de un año más o menos. Pero de la pequeña me fijé luego, pues el flechazo, en el que yo nunca había creído, resultó que sí existe y, en aquel momento, me cegó a cualquier otra cosa o persona que no fuera ella. Ver a aquella joven y notar cómo me flaqueaban las piernas al tiempo que mi corazón batía todos los records de velocidad conocidos fue todo uno.

Los dos primeros días de travesía me los pasé buscándola, mirándola y absorbiendo toda la belleza que de aquella mujer emanaba. Con cierto disimulo descarado inicié un acercamiento por vía infantil, con éxito, por cierto, pues a la niña le caí en gracia y, de rebote, fui aceptado por la madre. Mónica se llamaba ella, Elenita su hija.

Al tercer o cuarto día, ya no recuerdo exactamente cuando fue, nos alcanzo un huracán que convirtió al barco en una cáscara de nuez en una batidora. En un determinado momento fui al camarote a preguntar a mi “amor” cómo se encontraban ella y Elenita, cuando notamos un gran crujido y sentimos cómo el barco se empotraba contra algo duro. Luego quedó inmóvil. No fue eso lo peor, desde mi punto de vista, sino que parte de un tabique cayó sobre las piernas de Mónica la cual dio un terrible grito. Su pierna izquierda estaba inflamada y sin ser médico comprendí que se le había roto algún hueso. Como mis escasos conocimientos me permitieron, mientras la niña lloraba a grito pelado, le hice una especie de entablillado y salí a ver qué pasaba en cubierta.

Desolación absoluta. No quiero alargar mucho esta historia así que les diré que estábamos encallados en una playa y que, no muy lejos, se divisaba algunos árboles. La tripulación había abandonado el buque, pensé, mucho antes del choque, pues por más que grité, nadie me dio réplica.

Llevé en mis brazos (dulce carga) a Mónica y a la niña hasta la playa, que nos quedaba prácticamente a un paso del barco. Las acomodé como pude bajó unos cocoteros y volví al mercante en varias ocasiones para sacar utensilios, comida y otros elementos que pudiesen hacernos falta en aquel punto ignorado de América Central. Había leído el Robinson Crusoe y todo aquello me pareció haberlo vivido ya. Le di, in mente, las gracias a Defoe.

Esto se alarga, estoy cansado y quiero terminar pues todos estos recuerdos, que yo creía muertos y enterrados, me están haciendo daño ahora.

Pasaron unos veinte días hasta que nos recogieron. En esas tres semanas atendí como mejor supe a la madre y a la hija y fue entonces cuando Mónica me contó quien era su marido, un jefazo de un cártel colombiano, que le tenía siempre vigilada y me explicó que, si bien estaban muy bien atendidas tanto ella como la niña, anhelaba la libertad que le faltaba.

Empezaba a creer que Mónica me miraba con buenos ojos cuando aparecieron unos pescadores y nos dijeron que nos sacarían de allí para llevarnos a Puerto Cabezas. Habíamos encallado muy cerca de aquel enclave civilizado y tal vez en un día podríamos haber llegado, andando, a dicha ciudad, aunque con Mónica con su pierna rota hubiese resultado bastante difícil. En cualquier caso, nos explicaron que, en barca, en un par de horas estaríamos allí.

Se llevaron a las dos, madre e hija, en la lancha. Dije que iría andando. Me quedé en la playa dos días. Lloré. Pensé, incluso, en lanzarme a las olas y desaparecer para siempre en el mar.

No la he vuelto a ver”

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