tribuna

Si las apariencias engañan y esto no es Yugoslavia

Algunas Navidades llegan caídas del cielo más que otras

Algunas Navidades llegan caídas del cielo más que otras. Ahora mismo, el catastro político del país -y su catástrofe consiguiente- señala el terreno minado del noreste peninsular, donde el catalán ha dejado de ser un pueblo -era el más culto y ponderado, amén de europeo- para ser dos, y constituye una amenaza flagrante que trasciende los Pirineos, como otrora serbios y bosnios pero sin tiros, pues Europa, que viene de donde vienen las guerras, coquetea de antiguo con la idea odiosa de su autodestrucción.

Caídas del cielo, pues, estas fiestas desandan algunas travesías y travesuras y concilian lo mejor que pueden. Hemos estado entretenidos celebrando aniversarios políticos corales, con los 40 años de democracia y todas las reliquias de la Transición, que, para ser sinceros, es algo que no ha calado en la memoria de país y es pura bagatela para recién llegados, aunque le demos ringorrango a la moviola cada cierto tiempo. ¿Que es triste que así sea? Cómo no estar de acuerdo, pero al españolito posmoderno le trae al pairo la génesis de la democracia que disfruta, y a los supervivientes de la primavera española del 77 les produce rubor, y traicionan el eco histórico del cambio porque ser escéptico está de moda. Fue el clásico del sábado el mejor reflejo de que el fútbol es la única mesa de diálogo ahora mismo entre Madrid y Barcelona, que está por encima del resultado. Pues lleven el procés a una mesa de tapete verde.

Cataluña es la punta del iceberg, como Ciudadanos ahora será la cresta de una ola -hubo otras, la de Podemos-, pero nadie medianamente sensato sabe qué va a pasar en 2018 sobre la piel de toro. Estamos desorientados como los personajes ciegos del Ensayo de Saramago. En la entrevista que hoy publica este periódico, Arturo Pérez-Reverte dice que la guerra civil no es un tema cerrado en España, en los balcanes del inconsciente colectivo, y remite a Europa con el recurso maniqueo de los serbios malos y los bosnios buenos.

En La Habana, allá por septiembre del 79, yo me detuve delante de un hombre a observarle fijamente y él se quedó mirándome, a su vez, como una esfinge, ausente, pero con los ojos abiertos. Era Tito en persona. Amo de Yugoslavia, el gran comunista rebelde que dio la espalda a Stalin. Le quedaban apenas ocho meses de vida, y me miraba como si ya lo supiera de antemano, enfermo y cansado, allí, solo, sentado en su pequeño estrado de la sala principal de la VI Cumbre de Países No Alineados, el lobby del Tercer Mundo que él y otros cuatro dirigentes habían fundado en los años 60. Todavía era poderoso, pero, tras su muerte, Yugoslavia iba a saltar por los aires, y antiguos vecinos se matarían descarnadamente en aquella guerra civil de los Radovan Karadzic y el recién condenado Ratko Mladic, los famosos genocidas de las cruentas limpiezas étnicas. ¿Por qué me paré a contemplarlo como si fuera una estatua? Porque algo te dice que ese hombre que miras no es solo un hombre, sino una parte considerable de la Historia, y esta se iba a hacer añicos. Cuando se sataniza la política ocurren cosas diabólicas. Estos últimos meses, asistiendo a los sucesos de Cataluña, créanme, no he podido apartar de la memoria el recuerdo de la mirada estática de Tito en La Habana. El estadista cuyo país era un jarrón a punto de caerse al suelo cuando cerrara los ojos.

Los años que dejan atrás estas últimas noticias de odio sarraceno de España son agua pasada que no mueve molino; la historia pútrida de la patria son estas convenciones de amor y desamor. Reverte dice admirar los Estados jacobinos fuertes y centralistas a la francesa. Incluso yo, que derivo de otras fuentes, acepto que los Estados son o no son, sin llegar a esos extremos, claro. La coyunda del Estado. Esa es la cuestión. Pongamos el ejemplo de Mújica.

En Caracas, el veterano periodista Héctor Mújica me contó su entrevista con Ava Gardner, el animal más bello del mundo para la crítica machista de la época que hoy sería arrojada a los leones de Hollywood junto a los restos del canalla Harvey Weinstein. Quedaron en reunirse en el vestíbulo del hotel, y el bueno de Mújica acudió a la cita con las preguntas y los deseos inconfesables de conocer de cerca a la diva devoradora de hombres. Mújica, pequeño de estatura y correoso, agotó el cuestionario y ya se disponía a marcharse cuando la actriz le asestó con picardía la puntilla final haciendo honor a su leyenda: “Me pregunto por qué no me ha propuesto hacer la entrevista en la habitación”. Mújica me dijo que le temblaron las piernas y no fue capaz de cruzar ese rubicón que le tentaba en la boca de la madriguera. Así que salió como pudo de la situación embarazosa y guardó el secreto de una gesta que pudo haber sido y no fue. Colgaba la foto de la entrevista con Ava en la galería de la pared sobre su extensa carrera en la prensa; recuerdo verle con el Che en aquella buhardilla de héroes y villanos del gran periodista que me mostraba sus derrotas y lástimas.

La patria, a veces, es un extraño objeto del deseo, con la que cohabitamos sin rematar la faena en un quiero y no puedo. La España indivisa que quiso llevarse al huerto al catalán secesionista se ha vuelto a quedar con un palmo de narices. Junqueras dejó plantada en su día a la vicepresidenta, tras armar juntos el cubo de Rubik, y ahora le reprocha a Puigdemont que se fugara y lo dejara solo en la cárcel. Dudo de su apoyo incondicional si el prófugo persiste en su exilio dorado. Junqueras, tras el escrutinio de las elecciones, le envía cartas de amor para que venga al escaño y la celda.

Los personajes de este reality se renuevan como en una academia de OT. Inés Arrimadas es la bella rodeada de bestias. Albert Rivera se finge Macron. Y Rajoy pide árnica a Europa, que pone las barbas de remojo viendo las de España arder: la Padania, la Venecia y todas las Escocias tocarán a la puerta de Bruselas, donde Puigdemont dilata el sueño de Ulises de volver a Ítaca, a la que ya cantó, por cierto, su correligionario Lluís Llach con versos de Kavafis, que era un poeta trasterrado de origen griego que añoraba a Alejandría, hasta que regresó.

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