mis queridos amigos y enemigos

Para mis memorias: historias de Nueva York

En las casi sesenta veces que he visitado la ciudad de los rascacielos, me ha ocurrido de todo
Mi padre y yo, el día de la persecución del delincuente, posamos ante la catedral de San Patricio, lugar de los hechos. (Foto J.Z.)

Procuraré hacer un resumen. En las casi 60 veces que he visitado la ciudad de Nueva York me ha ocurrido de todo. Sentado en un bar de amplias cristaleras, en las proximidades del Radio City Music Hall, a pleno día, vi venir hacia donde yo estaba -me acompañaba mi compañero de profesión y compadre Javier Zerolo- a un hombre de raza negra, que portaba un revólver inconfundible, el Smith and Wesson de cañón corto que tantas veces hemos visto en las películas. Ese mismo que los policías de paisano americanos llevan enfundado en uno de sus tobillos. El hombre me apuntaba, a través del cristal, él en la calle, yo dentro de la cafetería. En décimas de segundos pensé si moriría o si resultaría herido, a qué hospital me llevarían, cómo le explicaría a la policía aquello -si sobrevivía- y, sobre todo, me acordé de mis hijas. Cerré los ojos. Cuando los abrí, el hombre había desaparecido, ni rastro del negro con la pistola en la mano. ¿Nací de nuevo en aquel momento? No lo sé. Y lo más raro de todo fue que Javier, que estaba frente a mí, tomándose un cortado, no se enteró de nada hasta que yo se lo conté.

En cierta ocasión, mi padre se empeñó en visitar Nueva York, al menos una vez en su vida. Y lo invité. Un domingo quiso oír misa en la catedral de San Patricio, el bello templo de la Quinta Avenida, donde el cardenal de Nueva York tiene una vivienda privilegiada. El templo está considerado como el recinto católico más rico e importante de los Estados Unidos. En el momento de la consagración apareció un hombre, también de raza negra, empuñando una pistola, y una legión de policías detrás. San Patricio tiene un servicio de seguridad privada: gorilas vestidos de negro, agentes armados y discretos que velan por la seguridad del templo. El hombre, muy alterado, se dirigió hacia el altar, el sacerdote interrumpió brevemente la ceremonia y uno de estos agentes se abalanzó contra el delincuente y lo desarmó, entregándolo a la Policía Metropolitana, que lo tenía rodeado. Mi padre, al ver la movida, y quizá recordando sus tiempos de soldado en la guerra civil, gritó “¡cuerpo a tierra!”; y nosotros le hicimos caso, parapetándonos entre los bancos de la iglesia. Luego nos enteramos de que el hombre había asesinado a un tendero de Manhattan. Lo vimos, sentado, esposado y magullado, en el furgón de atestados, y, ya por la noche, los informativos de las televisiones abrieron con su detención.

En el año 1971 fui por primera vez a Nueva York. Me alojé en el Biltmore, que ya no existe. Yo trabajaba en el diario vespertino La Tarde como reportero y en la sección de maquetación. Comencé esta profesión, ya en serio, con sueldo, un año antes, en el 70, en el tránsito del periódico desde el callejón del Combate a la vieja fábrica de tabacos El Águila, en la calle Suárez Guerra, esquina Viera y Clavijo. Recuerdo que en ese viaje -o quizá fue en otro posterior- fui a Broadway a ver Nine, protagonizada por Raúl Juliá. Más tarde, ya en estos últimos años, la guapísima e inteligente actriz francesa Marion Cotillard cosechó un gran éxito con una nueva versión de Nine, en el papel de Luisa Contini. Esta actriz ganó un Óscar por su interpretación en La vida en rosa, un Globo de Oro y otros premios de importancia. También en ese viaje volé por primera vez a Buffalo, para conocer, desde la cercana Canadá, las cataratas del Niágara. Bueno, pues al avión de la Pan Am, un Jumbo como el que se estrelló en Los Rodeos, se le averió un motor cuando despegábamos hacia Madrid; volvimos al aeropuerto Kennedy y en el edificio terminal del mismo, uno propio, muy moderno entonces, desde el que operaba Pan-Am, fuimos agasajados con ríos de champán, caviar y otros manjares, hasta que unas ocho horas después pudimos salir para Madrid. Me parece que de entre los supervivientes de esa odisea quedan el doctor Pedro Luis Cobiella y otros pasajeros. Entre ellos recuerdo a una viajera muy guapa, amiga suya, llamada Julieta Aroca.

El albacea literario de César González-Ruano, el poeta Salvador Jiménez, a la sazón jefe de prensa de la compañía Iberia, me invitó, en los 80, a Nueva York y a Long Beach, California, con un doble motivo. Nos alojamos en un prestigioso hotel de Los Ángeles, el Beverly Hilton, donde frecuentemente se celebran fiestas de entrega de premios a artistas de Hollywood. El primero de los motivos del viaje era despedirnos del Guernica en el MoMA, porque Iberia lo iba a trasladar a España, una vez restaurada la democracia en nuestro país. Y el segundo era que la compañía McDonnell Douglas quería explicarnos a los periodistas de todo el mundo el porqué de los accidentes mortales ocurridos en vuelo de varios de sus aviones DC-10, por un problema de mantenimiento. La experiencia de ver el Guernica, de Pablo Picasso, en el museo neoyorquino fue inolvidable.

Edificio central del Rockefeller Center. Para haber sido terminado en 1939, no está nada mal su estética ultramoderna. (Foto A.CH.)

Nos alojamos en el Doral Inn. Casi estaban preparando el cuadro para su vuelta a España, donde quedó expuesto en el Casón del Buen Retiro (hoy creo que se encuentra en el museo Reina Sofía de Madrid, no lo he vuelto a visitar). Y en cuanto a las explicaciones sobre los accidentes del DC-10, la cosa era sencilla de entender: los bulones que sostenían los motores eran empujados (para luego aflojarlos) por las grúas de algunas compañías, en su desmonte para ser revisados periódicamente, y el gran tornillo acababa por resentirse. Iberia y otras compañías lo hacían al revés: primero “aflojaban” el gran bulón y luego lo depositaban suavemente en las grúas, sin forzar lo más mínimo la estructura. Por eso estas últimas compañías jamás sufrieron accidentes con los DC-10, aunque fue un avión con poca suerte: lo llamaban el mejor birreactor del mundo, aunque tenía tres motores, porque siempre se averiaba uno de ellos en medio del Atlántico.

Nueva York es una ciudad de sorpresas, de contrastes y de anécdotas. Me encontraba yo con mi compañero Félix Lam, el fotógrafo de Celia Cruz y gran amigo de la isla tinerfeña -ha fotografiado como nadie su Carnaval-. Con Félix y su esposa, Mabel, estuvimos hace pocos meses mi hija mayor y yo visitando la ciudad de Salamanca. Bueno, pues nos invitaron a la inauguración del restaurante neoyorquino de Tito Puente cuando, al final del acto, vimos salir, conduciendo un Mercedes, al cantante ciego José Feliciano. Félix tomó una foto, que conserva. Y una de dos, o José Feliciano no es ciego del todo, o la persona que lo acompañaba lo iba guiando, pero de una manera magistral, porque no tropezaba con nada. Félix y yo sacudimos nuestras cabezas: no era posible. Pero allí estaba la foto, para dar fe de lo que habíamos presenciado. Y no estábamos borrachos.

Esta ciudad tiene muchos motivos para ser amada. La primera vez que probé comida japonesa fue en los setenta, en el recién inaugurado restaurante Benihana. Me llevé de recuerdo un buda blanco, que conservo. En Nueva York pasé momentos muy bonitos con Celia Cruz, que luego asistió a una fiesta con motivo de mi cumpleaños en Tenerife; presencié los mejores espectáculos, me alojé varias veces en el maravilloso hotel Plaza, del que tengo la placa con el número de una habitación que ocupé, comprada cuando reformaron el hotel. Me la trajo de regalo Vicente Álvarez Gil. Incluso asistí a un espectacular levantamiento de una de sus avenidas -creo que la Octava, no recuerdo bien- porque las cañerías de agua contenían asbestos, sustancia supuestamente cancerígena que aquí hemos estado soportando toda la vida. Cientos de obreros vestidos de astronautas procedieron a sustituir los conductos por otros de plástico, o algo así. El espectáculo tan grande y alarmante que montaron obligó a Javier Zerolo, que también estaba por allí, a tirar a la basura -absurdamente- unos tenis recién comprados, porque en su neurosis creyó, a pie juntillas, que iba a contraer cáncer al pisar con ellos la tierra del desmonte. Aquí hemos tenido tuberías de plomo toda la vida y techos de cinc, que contenían esa sustancia, que puede ser peligrosa pero sólo bajo determinadas circunstancias. Ya saben lo exagerados que son los americanos.

Son historias de Nueva York que ustedes, si les gustan, pueden incorporar a mis propias memorias. Hay muchas cosas más, pero como escribo sin apuntes y a las siete de la mañana, pues eso. Ventajas de tener descambiado el sueño: lo de la lucidez, la falta de modorra y la frescura. Ahora, a ver si encuentro fotos para ilustrar lo que he contado. Lástima que no tenga a mano la de José Feliciano conduciendo un Mercedes Benz, por fuera del restaurante del fallecido Tito Puente.

En una importante emisora de radio neoyorquina en español, con Vilma Planas de entrevistadora, conté la gesta de los canarios en El Álamo, que es un santuario de la historia de los Estados Unidos. No tenían ni idea. Salí de allí con varias llamadas de periodistas norteamericanos interesados en saber más del asunto. Les recomendé el libro de Armando Curbelo: en él está todo. O casi todo. Pero lo cierto es que colonos canarios lucharon contra el general Antonio López de Santa Anna, defendiendo el fuerte, junto a David Crockett, Jim Bowie y William Barrett Travis.

¿Qué les parece? Pero eso no toca en Nueva York, sino en San Antonio de Texas. Quizá en otra ocasión, porque también visité El Álamo en otro viaje, con Adán Martín, Paco Padrón, Jorge Martínez, Víctor Dubois y Javier Zerolo.

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