por qué no me callo

‘Sembrar’ el turismo

Con 16 millones de almas al año viniendo al paraíso como intuyó la mitología, ha llegado la hora de hacer recuento de la carga y el espacio. O llegará el día que no lo contaremos.

Hace poco más de medio siglo, esta todavía era una tierra de emigrantes, necesitada de salir para que entraran las remesas que paliaran el hambre. No nos basta con toda la evidencia histórica del medio siglo pasado y de los siglos anteriores en que zarpaban familias hacia América como un tributo en sangre, para cobrar conciencia de ello. Más reciente, la crisis económica obra un efecto semejante. Al cabo de poco menos de diez años, ha vuelto a circular el dinero, se crea empleo, nacen nuevas empresas y hasta la construcción, herida de muerte por la burbuja inmobiliaria, resurge de sus cenizas. Quiero decir que ahora mismo, casi nadie recuerda -o prefiere no hacerlo- aquellos tristes años descaecidos en que estábamos sedientos de euros. Los años de la seca, como el título de la novela herreña de Víctor Álamo. Pues la misma desmemoria impide alcanzar a ver que hace tan pocas décadas por estos lares no había indicios de que el turismo se convertiría en nuestro motor económico. Nuestro pan, nuestra panacea.

En un mundo curioso y aprehensible de amplias dimensiones cercanas gracias a la expansión de las comunicaciones aéreas, queda abolida toda noción de distancia y caemos seducidos por la tentación de viajar. Viajar se ha vuelto lo más natural del mundo. Viajar es lo que hicieron el año pasado más de 1.300 millones de personas en un planeta que cada vez se conoce más de extremo a extremo. Recuerdo la vez que viajamos un grupo de periodistas a las islas de Java y Bali, en la remota Indonesia, justo en nuestras antípodas del globo, y el viaje fue un brindis a las leyes del espacio y el tiempo. Sin apenas escalas, nos pusimos en las tierras de Suharto como está mandado y disfrutamos de Yakarta y las calles musulmanas cuando todavía no había terrorismo yihadista, y yo me iba andando a la mezquita y me descalzaba respetuosamente atraído por la invocación del muecín que llegaba hasta el hotel por la megafonía desde su minarete. El instinto de viajar, de culoinquieto, tan canario, le lleva a uno a sitios remotos y es lo que, a la postre, nos queda de la visión del mundo cuando soltamos la mente y la dejamos que vuele a los lugares que en ella quedaron grabados de los múltiples vaivenes de nuestra vida.
España ya es el segundo país más visitado del mundo, detrás de Francia y por delante de Estados Unidos, según informó ayer la Organización Mundial del Turismo. De suerte que no es ninguna fanfarronada añadir que Canarias es la segunda comunidad con más turistas de todo el Estado, detrás de Cataluña (inmersa en su debate de la turismofobia) y por delante de Baleares. Dicho en vísperas de Fitur es como ir segundos en la Champions al Mundial. Pero, como se dijo al principio, esto es una conquista de poco para acá, en términos de grandes periodos de la historia reciente.

En las fotos de ayer y de hoy caben, por tanto, dos imágenes de Canarias: la de los barcos atestados de inmigrantes que se disponen a cruzar el Atlántico y la de los flujos de turistas que arriban en modernos aviones procedentes de distintas capitales del mundo. Canarias se lo empezó a creer cuando lo vio reflejado en el PIB. Por esa razón los hoteleros eran siempre foráneos, y esta industria le debe su razón de ser a una serie de aventureros, que por una ilógica fiebre emprendedora concibieron ciudades cosmopolitas en los eriales del sur que daban pena en los años 60 y 70. Manrique inventó Lanzarote y Santiago Puig, Playa de las Américas. Nos hemos emborrachado de éxito turístico y quizá nos hemos olvidado de sembrar el turismo, como diría Uslar Pietri, que reprendía a sus compatriotas por no sembrar el petróleo.

Con 16 millones de almas al año viniendo al paraíso como intuyó la mitología, ha llegado la hora de hacer recuento de la carga y el espacio. O llegará el día que no lo contaremos.

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