por qué no me callo

Celia, en la corte suprema del arte

La insubordinación de Celia Cruz le venía de su etapa cubana, cuando los inicios de su carrera fueron tortuosos por ser mujer. Lo primero que sintió fue el rechazo. Debutó en la radio con la Sonora Matancera -la orquesta con la que se iba a catapultar- y en la emisora se recibieron cartas pidiendo que fuera sustituida. A Celia nada en la vida le fue fácil. Cuba le negó volver y no pudo asistir a los funerales de sus padres. Pero tenía tal obstinación que acabó conquistando a todo el mundo, hasta convertirse en la estrella de la música latina con más seguidores en los cuatro continentes.

Yo la vi llegar aquel mes de febrero de 1987 -cuando 31 años después parece que fue ayer-, predestinada a tener una cita con la historia. Cantó en la isla su Bemba colorá como si no quisiera dejar de hacerlo -la estiraba como un chicle porque disfrutaba del éxtasis de cada uno de aquellos temas envolventes de su repertorio acezante- y nos regaló de colofón el pasodoble Islas Canarias a capela. Muchos años después, su marido, Pedro Knight, que había sido el segundo trompetista de la Sonora y fue su representante de por vida, me contó que Santa Cruz no era solo una ciudad, ni Tenerife una isla cualquiera para su mujer, que ya había fallecido en 2003 -en julio se cumplen quince años-. A tal punto existió una estrecha simbiosis entre ella y nosotros, que cerraba los ojos y se imaginaba en La Habana, cantando físicamente en su Cuba natal, que un día le cerró las puertas. En los Carnavales del 87, Celia ya era un mito. La vida es un Carnaval, cantaba la reina de la salsa. Pisó la isla y se sintió en casa, poseída por el embrujo de un Caribe traspapelado en la confluencia de los ritmos de un extremo a otro, de nuestro pasodoble a su bolero, su guaracha y su guaguancó.

Estaba todo dispuesto para el martes de Carnaval. Estaban convocadas las partes a un desafío en la Plaza de España. Celia y Billo Frómeta eran dos grandes personalidades de la música latina. Billo Frómeta se contagió de Tenerife desde que desembarcó en la isla por Carnavales de la mano de Radio Club. Paco Padrón convirtió los bailes de la Billo’s en una cita obligada del remeneo popular. La noche de marras -hace 31 años- no fue en el mes de febrero, sino el 3 de marzo. Celia Cruz y la Sonora compartieron escenario y un hito histórico con la Billo’s Caracas Boys y las orquestas tinerfeñas Maracaibo y Guayaba. El acta de aquel récord cifró en 240.000 personas las que bailaron con las canciones del elenco de estrellas. Desde el balcón del Casino, adonde subí para recrearme en la marea humana, el espectáculo superaba todas las previsiones. La foto aérea que inmortalizó el baile más concurrido jamás celebrado no deja lugar a dudas. Se sabía de antemano, aun antes de que lo certificara un notario, que era una espectáculo excepcional. Nuestro Carnaval, que alardea con la vanidad propia del caso, de ser el mejor del mundo, aquella noche lo fue. Hace 31 años éramos ajenos al ocaso de todo que trae consigo el paso del tiempo y desafiábamos la vida con la petulancia de la juventud. Este apunte que hago hoy del récord Guinness de Celia en Tenerife me arrulla nostalgias de una etapa feliz. Hoy todo aquello es una efeméride, una reconciliación con los legajos de la historia, porque Celia y Frómeta ya no son de este mundo y nosotros ya no somos los mismos.

Ella era una gran persona, además de una artista irrepetible, que se curtió en las canciones de cuna y pasó a cantar coros yorubas y ritmos de batá y a cantar y bailar en las corralas habaneras. Javier Zerolo, quien mejor la conoció por aquí, podría escribir un libro de retazos de aquella inusitada relación de Celia con Santa Cruz -la embajadora- como si de La Habana se tratara. ¡Que viva el misterio y la vivencia en la corte suprema del arte!

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