tribuna

El café leído

Juan el del Arkaba creó un espacio de arte y literatura en un bar donde sucumbían los periodistas noctámbulos y se reproducían los poetas

De Juan el del Arkaba hace tiempo que nadie habla, pero era un personaje insustituible en una ciudad que se fraguaba, sobre todo, en los dominios de la Avenida de Anaga y del puerto, delante de los barcos y las montañas traseras y de espaldas a los resuellos de la urbe que trepaba desde allí hasta sus confines. En esa cafetería quedó flotando el recuerdo de una época de artistas, políticos, periodistas y escritores, ya borrosa, donde era evidente su carisma de barman y maestro de ceremonias, hasta que lo sorprendió temprano la muerte.

Algunos de estos bares, cafeterías y restaurantes gozan de una fama legendaria y a veces de una legendaria mala fama consecuente con su confluencia de vicios y amistades peligrosas. El Arkaba tenía un traje para cada ocasión, era exquisito y familiar de día y permisivo de noche con la fauna bohemia de una clientela fiel. Se era del Arkaba como de un club de fútbol o de una murga del Carnaval. Juan era de Güimar y culé, un futbolero educado que templaba las cuerdas de la feligresía dividida del bar. Las letras le daban menos disgustos. Allí quemaban la noche los periodistas noctívagos y siempre paraba a hablar con él el inefable Arroz, que recorría la avenida pasando el cepillo y arrastrando los pies. Hay personajes que son paisaje.

De igual modo, en La Habana yo siempre acudía a El Floridita como una rutina para ver la estatua de Hemingway acodada en un extremo de la barra, porque era célebre su apadrinamiento del lugar donde acuñó el daiquiri, como en nuestro caso un cliente anónimo instituyó el barraquito en el bar Imperial. Uno colecciona bares sentimentales, atrapado en las majaderías de los libros y los periódicos, donde tomar café y leer y escribir. Mi tío Paco Martínez del Rosario hizo de La Prensa una especie de barra de tasca de libros. Su librería, en la esquina del Castillo y Suárez Guerra, convocaba a parroquianos de Gaceta de Arte, a su primo el actor Francis del Rosario, a toda la peña del Círculo de Bellas Artes y a una insurgencia de jóvenes autores que venían rompiendo los diques, como el más aventajado, Luis Alemany, que luego siguió frecuentando otras fondas, fiel a su estilo. Fue allí, en La Prensa, donde el abogado José Arocena vociferó en una ocasión el nombre de un escritor colombiano que, a su juicio, daría que hablar: Gabriel García Márquez. Su voz atronadora llegaba a oídos de niños que nos quedábamos con todo. En efecto, Arocena, lector compulsivo, había dado en el clavo, pero lo supe años después. Cuando los bares se confunden con librerías o pinacotecas y tienes la suerte de conocerlos muy pronto, descubres un filón para siempre. Hoy los periódicos que no se venden en los quioscos se leen en las cafeterías. En una foto en blanco y negro, conversan apretujados en torno a una mesa pequeña de bar con platos y vasos ya vacíos Carlos Monsiváis y Carlos Fuentes junto a otros dos amigos de su corte. La imagen de los años 60 se titula La mafia en La Ópera, que es un antro mítico de México en cuyo techo se conserva la bala que disparó Pancho Villa en tiempos de la revolución. Fuentes en el sur de Tenerife solía recalar en la cafetería del Hotel Jardín Tropical de su amigo Jesús de Polanco. Leer y escribir en los bares y cafeterías le apetecía en México o en Tenerife, y yo le acompañé una vez en que tenía entre manos La silla del águila, sobre los meandros del poder que era su monomanía bajo la piel de diplomático hijo de diplomático. Fue cuando me dijo que había escrito primeras novelas muy malas a varias manos saltando con los amigos de bar en bar.

En el Arkaba, Juan, camarero y copropietario, repartía juego en las mesas sin perder el control de la bandeja. Era excepcional como relaciones públicas, cobijaba a ecologistas de alguna plataforma alternativa, a peñas de poetas desheredados y a pintores desconocidos que acabarían colgando sus lienzos en las paredes cuando ideó una minigalería de arte amateur que enseguida tuvo gran repercusión entre artistas menesterosos. Fue allí donde anidaron los fetasianos de Rafael Arozarena e Isaac de Vega. De esa fusión trasnochadora de bohemia y periodismo en los bares literarios con el aura de Montparnasse en Santa Cruz va quedando escasa huella. Era común en el sector ver crecer narradores y artistas, como el Grupo Nuestro Arte de la llamada generación del bache, donde Pedro González, Miguel Tarquis, Enrique Lite, María Belén Morales y Antonio Vizcaya Carpenter eran para nosotros los popes de un altar mayor.

La famosa tertulia nace en esos páramos sin tecnología. González-Ruano se llevaba la suya de café en café, hasta la última, en Cafe Teide, donde escribía como si fuera su domicilio. Cuando llegó el móvil, la gente dejó de hablar y frecuentar el café literario, y la conversación de estas catedrales se replegó transformada en soliloquio trabucaire de las redes. Pero yo me permito la nostalgia de navegar en mi iPad en cafés convencionales. Con lo que digo, estoy poniendo un pie en cada orilla; me apena que desaparezcan esos refugios nucleares donde apetecía leer, escribir y conversar. Se fumaba mucho y ahora no. Se dejó de fumar y de hablar. Admirábamos de oídas las tertulias de Café Gijón, donde Pérez Galdós se codeaba con la crème de la crème literaria de Madrid, porque las islas quedaban muy lejos y no teníamos esa clase de santuarios. En cuanto pude visité los paraísos idealizados en la distancia. Luego, me convencieron de que en bares y cafeterías nadaban los periodistas, con lo que aprendí, como pez en el agua. Cerraban el periódico a las tantas y empataban la noche con el día en su tugurio favorito.

Cuando quedé con el periodista Carlos Carnicero en Buenos Aires me citó en una cafetería, donde me recibió como en el vestíbulo de su casa. Se había instalado con el ordenador en una de las mesas, y allí comía y trabajaba. Me recordó en la Da Gigi, donde yo tenía mi lugar de acampada entre el Arkaba y el Montecarlo. En cada local había camareros y propietarios que crearon estilo. Cierto que Da Gigi era político-empresarial y el Arkaba, literario. Allí, en Buenos Aires, cada garito tiene sus intelectuales adoptivos, que saltan a la vista, como en La Biela, en el barrio de La Recoleta, donde nos saludan sentados a su mesa Borges y Bioy Casares.

Siempre he tenido debilidad por las cafeterías acogedoras y entrañables que parecen protegerte en su fanal, donde leí y escribí, en deuda con su capacidad de influencia.

TE PUEDE INTERESAR