después del paréntesis

El perseguidor

Se llamó Emil Cioran. Vivió entre 1911 y 1995. Era de origen rumano. Nació en el condado de Sibiu, hoy Rumanía. Hacia mitad de los años 40 decidió su porvenir: París. Dejó de escribir en su lengua materna y eligió el francés para su labor. Desde los 17 años sufrió una enfermedad espantosa, que extremó su criterio sobre la existencia humana: el insomnio. Definió ese quebranto como el “más atroz de los posibles”; y más: “una desgracia impeorable”. El dolor era inaguantable. Se enfrentó más de una vez al suicidio. Aguantó sin la conciencia clara sobre eso que llamamos tiempo. La vida para él era un imposible; nunca disfrutó de la normalidad. Inútil incluso para el oficio. Por ejemplo, renunció a ser profesor de filosofía. ¿Cómo enseñar sin dormir? Aún así se convirtió en uno de los mejores pensadores de los últimos tiempos, el pensador de la contracorriente y del cinismo. Dio a la estampa libros tan admirables como “Breviario de pesadumbre”, “Historia y utopía” o “La caída del tiempo”. Se enclaustró en el Barrio Latino de la capital de Francia con muy poca relación con el mundo y con los hombres, hasta su muerte. Cuentan que desde la ventana de su casa veía el movimiento por la calle de un hombre.

Le pareció extraña la actitud porque los recorridos por el lugar lo eran con las solapas del abrigo alzadas y con porte de pasar desapercibido, de que nadie supiera que andaba por allí. A Cioran le picó la curiosidad y dada su inquietud se propuso resolver el misterio. Así que, por la regularidad, estaba preparado para el momento. En cuanto aparecía el sujeto conocido, él bajaba con prisa las escaleras y lo seguía. El individuo cruzaba las aceras, llegaba al destino, tocaba el timbre de una casa y se colaba en ella. ¿Qué ocurría?, se preguntaba.

Con treta, cierta vez se coló en el portal. No dio muchos pasos en el interior. Quienes lo habían seguido en los acosos anteriores, lo tomaron por los brazos, lo esposaron y se lo llevaron a la comisaría. Perseguía (y no sabían con qué intención), en efecto, a alguien muy importante, nada menos que al presidente de la República, a Jacques Chirac.

El gran mandatario galo conoció por su secretario personal lo que ocurría. Acaso alguien, comentó, pretendía atentar contra su vida. Se interesó. Un tal Emil Cioran. “¡Dios!”, dijo Chirac. “Libérenlo y tráiganlo aquí”. Lo que buscaba en aquel término era la morada de su amante, la amante que lo hacía muy feliz, le contó. Cioran sonrió. Desde entonces se hicieron muy amigos.

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