Tras criarse en la posguerra, Santiago Martínez Motos (Almería, 1938) dejó su tierra natal para empezar los estudios de Derecho en Madrid. Poco después de llegar a la capital, sin embargo, decidió opositar al Cuerpo Especial de los Servicios de Prisiones. Después de transitar por Huesca, Cartagena, Teruel, Cáceres y Madrid, terminó su periplo profesional dirigiendo el penal de Ocaña y la prisión de máxima seguridad de Herrera de la Mancha, donde convivió con terroristas de ETA y algunos de los reos más peligrosos del país. Era la época de los motines, como el de Foncalent, Valencia, posiblemente el más sangriento de la historia de nuestro país. De ese episodio, Santiago Martínez ha escrito una novela, la tercera que relata sus vivencias y experiencias en estos recintos. De todo ello dialoga con el DIARIO.
-Usted vivió los peores años de los centros penitenciarios en España. ¿Cómo fue esa etapa?
“La verdad es que fueron años de mucha violencia en las prisiones españolas. Los años de la Transición en las prisiones fueron muy sangrientos, había muchos motines y se quemaban literalmente las instalaciones”.
-¿Por qué cree que pasaron todas esas situaciones?
“Hubo muchos motivos. Entre otros, hubo que dar dos amnistías a los presos etarras, la segunda cuando ya estaba de presidente Adolfo Suárez, y eso impactó mucho dentro de las prisiones, porque los internos comunes veían cómo salían aquellos presos que estaban implicados en delitos muy graves. Y ya no hubo forma de parar la violencia, porque además los presos empezaron a propagar que había que hacer ruido para ser atendidos. También había leyes franquistas que se tenían que derogar, que algunos movimientos sociales pedían insistentemente que se cambiaran, y, si los internos tenían relación con esos grupos, necesitaban de alguna forma ejercer la violencia como vehículo de sus reivindicaciones”.
-Fue entonces cuando surgieron las prisiones de máxima seguridad en nuestro país…
“Sí. La primera fue la de Herrera de la Mancha, que estaba destinada a presos que tenían el primer grado y eran especialmente violentos. No tuvieron otra ocurrencia que mandarme a mí de director, porque había estado en el penal de Ocaña, que era lo más parecido a esa prisión de máxima seguridad. No fue un plato de buen gusto, pero incluso me llegaron a amenazar tanto el director general de Prisiones como el ministro. Todos sabíamos lo que iba a ir a Herrera de la Mancha, y me costó mucho aceptarlo. Pero el ministro incluso me dejó entrever que habían depositado todas sus esperanzas en aquella prisión, y que no había problema en sobrepasar los límites del reglamento si fuera necesario”.
-Pero sí que finalmente tuvo éxito ese modelo de máxima reclusión, ¿no es así?
“En la mayoría de los casos sí, porque muchos espacios eran cerrados, tenían limitados los movimientos, porque las salidas al patio eran reducidas… Muchos venían de Carabanchel, donde convivían con la droga, las bandas y la violencia, y cuando pasaban una semana en esas condiciones en Herrera de la Mancha cambiaban de actitud. No se trataba de tener a los internos en esas zonas de aislamiento permanentemente, porque eran seis meses como máximo, pero tenían tiempo suficiente para recapacitar y pensar lo que les convenía”.
-También era una época en la que los funcionarios estaban mucho menos protegidos que ahora…
“Sin duda. En la época de la Transición los funcionarios estaban mal vistos, porque además muchos movimientos sociales empezaban a abogar por que no hubiera prisiones y por la libertad total. Al funcionario se le comparaba con el carcelero franquista, e incluso se le pintaba en los tebeos llevando a los presos con argollas y cadenas. Sin embargo, sobre todo a partir de los años 60, los funcionarios eran personas preparadas, con valores humanos y vocación. De mi promoción, la mayoría eran licenciados en Derecho, aunque yo entré por oposición, porque entonces solo exigían el Bachiller superior”.
-¿Cuál es la situación más complicada con la que ha tenido que lidiar en una prisión?
“Fue dirigiendo la prisión de Ocaña. Un día nos mandaron 100 internos que venían de provocar un motín en Madrid, donde además habían muerto dos reclusos. Al día siguiente de ingresar allí los cabecillas, y a pesar de que habían entrado en el departamento de aislamiento, retuvieron a cinco funcionarios, quemaron la zona, forzaron las puertas que los comunicaban con la prisión general y se hicieron con los demás internos. Hicieron una hoguera en el patio y pidieron hablar conmigo. Dentro ya no quedaban funcionarios, y dijeron que, si no entraba, intentarían forzar las puertas y salir todos. Consulté con el director general y este, tras hablar con el ministro, lo dejó en mis manos. Y decidí entrar. Les dije a los cabecillas que esperaba que se comportaran con normalidad. Me hicieron un pasillo y me subieron a un estrado que habían preparado. Recibí insultos y amenazas, e incluso un preso se abalanzó por detrás para agredirme con una especie de pértiga, pero otro recluso le lanzó algo y lo dejó inconsciente. Eso me dio confianza, porque pensé que entre los propios internos había algunos que no querían que me pasara nada. Escuché sus reivindicaciones, y para acabar con el motín incluso les prometí cosas que sabía que no podía cumplir”.
-Usted conoció de primera mano, y a través de testimonios de compañeros, el famoso motín de Foncalent, sobre el que ha escrito una novela. ¿Qué ocurrió allí?
“Aquel fue el motín más trágico en la historia de las prisiones de nuestro país, porque hubo un asesinato y varios heridos graves. Durante 55 horas, un grupo de presos amenazaron con decapitar a internos y a funcionarios si no se cumplían sus reivindicaciones. Como no se cumplieron, lanzaron la cabeza de una persona a la calle. Yo he revivido de forma novelada ese motín, y me he permitido hacer una crítica a los responsables de aquel episodio, porque creo que se pudieron hacer cosas que no se hicieron”.
-Teniendo en cuenta la etapa que vivió, ¿cómo ve la situación actual de las prisiones españolas?
“La situación actual no tiene nada que ver con la de antes, ni la saturación, ni los medios, ni el reglamento, ni tampoco la Ley General Penitenciaria, que apareció en 1978 y le dio otro horizonte a las prisiones. Hay un abismo entre aquella época y esta. Por ejemplo, en cárceles como la de Valencia ahora hay 16 médicos propios de la instalación, para unos 2.000 penados, mientras que cuando yo dirigía el penal de Ocaña no había ninguno, y los que venían de fuera lo hacían un día a una hora y otro a otra; aparecían cuando podían”.