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Marta Sanz: “Esta novela nace frente al resurgir de una ultraderecha que tiene como enemigos al feminismo y la memoria”

La escritora madrileña culmina con 'pequeñas mujeres rojas' la trilogía de novela negra dedicada al detective Arturo Zarco
Marta Sanz presentó en Tenerife Noir su novela ‘pequeñas mujeres rojas’. / Ricardo Pinillos Toledo

Con pequeñas mujeres rojas, la escritora madrileña Marta Sanz culmina la trilogía de novela negra protagonizada por Arturo Zarco, que empezó en 2010 con Black, black, black y, dos años más tarde, continuó con Un buen detective no se casa jamás. Sin embargo, en esta tercera entrega Zarco es prácticamente un fantasma, que observa la acción desde la distancia y en silencio. Justo el silencio, o mejor, la necesidad de romperlo, es uno de los elementos que transitan por pequeñas mujeres rojas, una novela negra que también es política e histórica, pues quiere dar voz a quienes obligaron a callar para que puedan contar una historia, su historia. Marta Sanz ha sido una de las invitadas del Festival Atlántico del Género Negro Tenerife Noir y mantuvo esta charla con DIARIO DE AVISOS.

-La novela negra puede contener otras novelas. ¿Cómo aparece la necesidad de escribir sobre las fosas del franquismo y del silencio que se instaló en la sociedad?
“Del deseo de concluir la trilogía del detective Arturo Zarco y de mi desconcierto ante el resurgir de una ultraderecha que asume dos enemigos acérrimos: el discurso feminista y la recuperación de la memoria democrática. Quise hablar de la memoria histórica y de la violencia contra el cuerpo de las mujeres, y decidí hacerlo en una novela negra que se tiñe de otros géneros: terror, histórico…, con referencias pictóricas, cinematográficas…”.

-No hace tanto se decía que España estaba vacunada contra la ultraderecha. Ahora ocupa un espacio y da la impresión de que normalizamos su discurso.
“Tengo una hipótesis sobre eso, aunque no sé si es válida. El discurso de la nueva ultraderecha española sintoniza con el neoliberal y ultracapitalista del bulo, de la propaganda a lo Goebbels, que usan personajes como Trump o Bolsonaro, y a su vez establece una sinergia con una economía que abre cada vez más las brechas de la desigualdad. Además, en España tenemos en nuestro ADN un algo mohoso, oxidado, que no hemos logrado depurar y tiene que ver con los 40 años de represión franquista. Ahora rebrota porque hay gente que identifica ese discurso reaccionario con uno antisistema, frente a una política corrompida que parece que no ha funcionado en estos años de democracia: es una visión totalmente falsaria”.

“Por su doble condición, de mujeres y de rojas, se convirtieron en escoria para el régimen fascista”

-Sostiene la imposibilidad de adoptar la equidistancia en esta novela cuando aborda el tema de la memoria histórica, ¿pero cómo evita el maniqueísmo?
“He intentado afrontar una elaboración literaria compleja que no utilice personajes planos, en la que los lectores y las lectoras puedan entender, por ejemplo, los motivos espurios de un delator que acumula dinero gracias al escenario que ha creado la guerra y la posguerra. Creo que el maniqueísmo se evita gracias a ese trabajo literario: a la prospección que supone meterte en la cabeza de los personajes, aunque sean incómodos y nunca empatizarías con ellos. También se evita en la medida en que el lenguaje literario no es explicativo, sino fundamentalmente expresivo, sensorial, y deja resquicios en el lector para completar el significado del texto a partir de su propia ideología, su sensibilidad y sus expectativas”.

-En pequeñas mujeres rojas, Arturo Zarco es un protagonista ausente, pues la historia que se cuenta coincide en el tiempo con la anterior novela, Un buen detective no se casa jamás. ¿Qué buscó al emplear este recurso?
“Muchas cosas. Si nos ceñimos a la lógica de la novela, Zarco es un fantasma, uno más de los que aparecen en pequeñas mujeres rojas, en la que los muertos y las muertas de la fosa cantan, gritan, cuentan chistes y recurren a un sentido del humor vitriólico precisamente para ser escuchados. Frente a esa fantasmagoría habladora y cachonda, esta esa otra, la del silencio de Zarco. Es una metáfora política: se puede ser más dañino por omisión que por acción. A veces en la historia se condenan los comportamientos épicos, a la gente que toma la palabra, que canta un himno en una plaza o se va a la vanguardia de la guerra, pero a menudo los más dañinos son los que callan, los que no actúan y los que hacen que se forme una gelatina espesa y malsana al guardar secretos que hacen daño a montones de familias. Zarco es un poco esa figura inactiva, el receptor de los reproches de la voz narrativa de esta novela, la de Luz Arranz. Y luego, si leemos las anteriores, nos damos cuenta de que en ese momento Zarco está en otro sitio, porque Un buen detective no se casa jamás y pequeñas mujeres rojas suceden en un mismo tiempo: el verano de 2012”.

-Desde el mismo título y desde la mirada del personaje de Paula Quiñones, la novela da protagonismo a esas mujeres rojas, a cómo afrontaron el tiempo que les tocó vivir, pero también a la violencia y a las represalias que sufrieron. ¿Hemos pasado de puntillas por sus historias?
“Sí, pero no solo eso. Durante mucho tiempo la historia oficial del franquismo las demonizó, las llamó locas, las condicionó biológicamente de una manera perversa. No hay más que leer los libros de psiquiatría de Antonio Vallejo-Nágera. Por su doble condición, la de mujeres y la de mujeres rojas, se convirtieron en la escoria del régimen nacionalcatólico y fascista. Ha llegado el momento de reivindicarlas. Muchas protagonizaron acontecimientos importantes y muchas otras desde la retaguardia conservaron la memoria de las atrocidades vividas. Recuerdo a mi abuela paterna, que rescató para la familia la memoria de su padre. Fue un hombre cuyo único delito consistió en enseñar a leer a los analfabetos de su pueblo con las páginas de El Socialista. Eso le valió una condena larguísima en el penal de Cuéllar, donde literalmente murió de frío: lo sacaron con los bronquios destrozados para que muriese con su esposa. Muchas mujeres se convirtieron en depositarias de relatos que tienen mucho que ver con nosotros y prueban que el pasado se cuela en el presente, y que si no cerramos esas heridas, no podremos proyectarnos hacia el futuro con un cierto sentido de la utopía”.

“Mi abuela paterna rescató la memoria de su padre, al que encarcelaron por enseñar a leer con las páginas de ‘El Socialista”

-¿Combinar el pasado y el presente le supuso una dificultad añadida al construir la trama o se necesitaban de una forma natural?
“Todo fue bastante natural, porque el presente está impregnado del pasado. Vivimos un tiempo en el que lo que padecemos no es alzhéimer o mala memoria desde el punto de vista social, político e histórico, sino que de manera sistemática se practica una memoria torticera, que altera los acontecimientos del pasado. De modo que lo que hay que hacer es intentar localizar cada uno de esos bulos y desdecirlos”.

-Una novela no es un libro de historia, ¿pero cuánto de investigación le ha supuesto escribir pequeñas mujeres rojas?
“En esta novela lo más importante es la imaginación y el estilo con el que se cuentan las cosas. Es una novela negra que emplea un lenguaje poético para instaurar con los lectores un pacto en el que leer despacio es una forma de construir el sentido crítico; una lectura espeleológica que sirva de contrapeso a la velocidad, a los estímulos violentísimos de las fake news. Desde el punto de vista de la documentación, llevo muchos años en contacto con asociaciones de la recuperación de la memoria histórica y de construcción de la memoria democrática. Hace tiempo que me informo sobre el tema. Y luego el único hecho real, que se presenta de forma ficcionalizada en la novela, es el de los acontecimientos que surgieron en torno a la fosa de Milagros, en Burgos, donde un peón caminero tuvo que llevarse a sus dos hijos pequeños porque todos los días contemplaban fusilamientos y los niños estaban perdiendo la cabeza. Esa historia figura en la parte central de pequeñas mujeres rojas a través del relato de un peón caminero y de su hija, Julita la Tortolica. Por otra parte, para mí era importante que Azafrán, Azufrón, no fuera ningún pueblo identificable de la meseta norte española, pero al mismo tiempo pudiera ser cualquiera. Se trataba de crear un paisaje mítico que muchos pudieran reconocer, pero no fuera exactamente su paisaje. Por eso en la novela hay referencias al Pedro Páramo de Juan Rulfo, tanto por el peso de los fantasmas como por esa deslocalización del drama”.

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