tribuna

Verlaine y Rimbaud (aunque los tiempos no están para la poesía, o tal vez sí)

Siendo amigos, como lo eran Paul Verlaine y Rimbaud, capaz fue Verlaine de irse durante dos años de trotamundeo con el joven poeta, y releyendo, por olvidada, su biografía, aquella más que amistad, admiración, dio como resultado un duelo; no como el de la época, con desafío y juez que dictara lo que iba a acontecer, sino con vulgaridad, a traición: Verlaine disparó dos veces sobre Rimbaud hiriéndolo en un brazo, por cuya acción fue condenado a dos años de cárcel.

Con esto pretendo significar que la sensibilidad del poeta que fue una de las figuras de las letras francesas de la talla de un Victor Hugo o un Baudelaire, influenciado por pequeñeces y por celotipias contribuyeron a que se despojara de esa sensibilidad y se trasformara en una persona agresiva hasta el punto de querer acabar con la vida de aquel que amaba.

Verlaine no fue un poeta maldito, sino que estuvo marcado durante su infancia, y más tarde, en la juventud, por un desafuero interno y trágico; no leyó bien su poema de juventud y desperdició esa lectura, que era la mejor de su vida, enfrascándose en soledades, en decisiones desacertadas que le influyeron hasta el punto de un intento de asesinato a su madre, para llegar, finalmente, a dar con el alcoholismo y dejar su vida hecha jirones en el camino de sus torpes e insensibles vivencias.

Verlaine desgranó un sin fin de poemas que encumbraban no solo la naturaleza que lo rodeaba, sus amores frustrados, sino que fue un juglar de la Francia del momento. Dictó noticias y fingió actitudes. El poeta se rindió ante la vida por la vida misma. Se extinguió cuando comenzaba a atesorarse como ser humano; declinó su quehacer ante la fatalidad de su entorno, que no controló, que solo en sus soliloquios, en sus versos recónditos, pudo auparse al fin, y haya sido la soledad su eterna compañera. Para morirse hecho una piltrafa, ajeno de sí mismo.

Verlaine admiró a Rimbaud y, como cualquier ser amortajado en vida, no dispuso ni un solo momento, para ante el fracaso, dirigirse lejos de sí, al “yo-otro”, nutriendo su renqueante vitalidad de un desasosiego que lo catapultó a los aledaños de la locura.

Los poetas de la calidad de Verlaine andan muchas veces perdidos en los anaqueles de las bibliotecas o sepultados en la memoria de viejas lecturas, pero cuando asoma a nuestra curiosidad sentimos admiración no solo nueva, sino diferente, y no dejamos de comprender al ser humano en toda su extensión, que siendo poetas, trabajadores del sentimiento, tienen un espacio vital, como Verlaine, lleno con la sensación palpitante de una eterna soledad como única compañera.

Verlaine no es que se metiera en la política de la época, pero sí que sintió la pérdida de latido de la Revolución de 1789, que desde la proclama de la fraternidad, igualdad y, sobre todo, de la libertad sufrió en sus propias carnes la ausencia de esa libertad que se tradujo en libertinaje, por los encuentros con Rimbaud, y aquella sociedad no fue capaz de asimilar las proclamas que desde el balcón de la Bastilla se dictaron en el tiempo.

Tanto Verlaine como Rimbaud fueron dos aventureros de la vida, incidieron en la modernidad y terminaron con los encasillamientos de una lírica deshumanizada adaptándola más que en el entorno, en el mismo hombre como naturaleza incipiente.

Verlaine y Rimbaud vagaron dentro de sus mundos, desconocidos de sí, aparcados por una fuerza que no fue la de otros, sino la de ellos mismos, que viviendo juntos no pudieron conectar, y si acaso lo hicieron fue en la tragedia de sus ausencias y en la miseria de una vida encadenada a la nostalgia y a la melancolía.

Ambos pagaron con su propio cuerpo las experiencias de amar, sufrir y morir desde una amargura a la que le dieron la melodía textual de un poema inconcluso, que bien pudiera resumirse: “Que mientras el mundo andaba, ellos se escurrían dentro de sí.”

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